viernes, 7 de marzo de 2014

Pálido fuego, Vladimir Nabokov




 
 Foto: http://tattoolit.com/



Canto primero

Yo era la sombra del picotero asesinado (1)
por el falaz azur de la ventana;
era la mancha de plumón ceniza, y vivía, 
volaba siempre en el cielo reflejado. 
Y desde adentro también me duplicaba, 
yo mismo, mi lámpara, la manzana en un plato: 
corriendo la cortina, el vidrio oscuro 
suspendía los muebles en la hierba, 
¡y qué delicia cuando una nevada (10) 
ese atisbo de césped ocultaba 
y entonces silla y cama se posaban justo 
en la nieve, fuera, en la tierra de cristal! 

Retomar la nevada: cada copo a la deriva 
informe y lento, opaco e inestable, 
blanco mate y sombrío contra el blanco pálido del día
y abstractos alerces en la luz neutral. 
Y después el doble azul gradual 
cuando la noche une al que ve y a lo visto, 
y en la mañana diamantes de la escarcha (20)
expresan el asombro: ¿Qué espolonadas patas han cruzado 
de izquierda a la derecha la página en blanco del camino? 
Leyendo de izquierda a derecha en el código invernal: 
una tilde, una flecha invertida... ¡Las patas de un faisán! 
Belleza con gorguera, ortega sublimada 
que descubres tu China justo tras de mi casa. 
¿Era de Sherlock Holmes el personaje aquel 
cuyas huellas retrocedían al invertir los zapatos? 

Todos los colores me hacían feliz, incluso el gris. (30) 
Mis ojos eran tales que literalmente 
fotografiaban. Siempre que yo lo permitía 
o, con un temblor silente, lo ordenaba, 
todo lo que caía en mi campo visual 
—una escena de interior, las hojas de un nogal, los esbeltos 
estiletes de una helada estalactita— 
e impreso en mis párpados, por dentro, 
quedaba rezagado una hora, o dos,
y entre tanto, me bastaba 
cerrar los ojos para reproducir las hojas, (40)
o la escena de interior, o los trofeos del alero. 

No entiendo por qué podía desde el lago 
distinguir nuestra entrada cuando iba 
por Lake Road a dar clase, y ahora aunque no haya 
árbol que se interponga, miro pero no veo 
ni siquiera el tejado. Tal vez un recodo del espacio
ha formado un pliegue o surco desplazando 
la frágil perspectiva, la casa de madera 
entre Goldsworth y Wordsmith en su cuadro de verde.
 
Yo tenía allí un nogal joven, favorito, (50) 
de amplias hojas jade oscuro y negro, y fino 
tronco vermiculado. El sol poniente 
pavonaba la corteza negra y alrededor, como guirnaldas 
desatadas, caían las sombras del follaje. 
Ahora es fuerte y rugoso; ha crecido bien.
Las mariposas blancas se vuelven lavanda cuando 
atraviesan su sombra, donde parece mecerse 
delicadamente el fantasma del columpio de mi hijita.
 
La casa es más o menos la misma. Un ala 
ha sido restaurada. Hay un solario. Hay una (60) 
gran ventana flanqueada de sillas fantasiosas. 
El enorme sujetapapeles de la TV brilla ahora en lugar 
de la rígida veleta tantas veces visitada 
por el ingenuo, leve mirlo 
que repetía todos los programas escuchados, 
pasando de chipo - chipo a un claro 
tu - ui, tu - ui , y luego a un grito ronco: come here, 
come here, come herrr , meneando la erguida cola 
o entregándose con gracia a una suave 
ascendente pirueta y volviendo (¡ tu - ui !) (70) 
en seguida a su pértiga, la nueva TV. 
Yo era muy pequeño cuando mis padres murieron. 
Los dos eran ornitólogos. He tratado 
tantas veces de evocarlos que hoy 
tengo un millar de padres. Tristemente 
con sus propias virtudes se confunden, y se borran, 
pero ciertas palabras, palabras oídas al azar, 
como "corazón frágil", siempre aluden a él, 
y "cáncer de páncreas", a ella se refieren.

Un preterista: el que recoge nidos abandonados. (80) 
Aquí estaba mi dormitorio, ahora reservado a los huéspedes. 
Aquí, arropado por la criada canadiense, 
escuchaba el murmullo de la conversación de abajo, y rezaba 
para que todos estuvieran siempre bien, 
tíos y tías, la criada, su sobrina Adèle, 
que había visto al Papa, gentes de los libros, y Dios.
 
Me crió mi querida, extravagante tía Maud, 
poeta y pintora que gustaba 
de objetos realistas mezclados 
con grotescas ramificaciones e imágenes de perdición. (90) 
Vivió para escuchar el primer llanto del niño siguiente. Su cuarto
lo hemos conservado intacto. Sus fruslerías componen 
una naturaleza muerta a su manera: el pisapapeles 
de vidrio convexo que encierra una laguna, 
el libro de versos abierto en el índice (Luna, 
Lunar, Luto, Luz), la guitarra abandonada, 
la calavera, y un recorte del Star local: 
Los Yanks baten a los Rex por 5 a 4, sobre 
el Homero de Chapman , clavado en la puerta.
 
Mi Dios murió joven. La teolatría me parecía (100) 
degradante, y sus premisas, inciertas. 
Ningún hombre libre necesita un Dios; ¿pero era yo libre? 
¡Con qué plenitud sentía a la naturaleza pegada a mí 
y cómo amaba mi paladar infantil el gusto 
mitad miel, mitad pescado de esa dorada cola! 
Desde la infancia mi libro de imágenes fue
el pergamino pintado que tapiza nuestra jaula: 
anillos morados alrededor de la luna; un sol naranja sanguina; 
el iris doble, y ese raro fenómeno, 
la irídula —cuando, extraña y magnífica, (110) 
en un cielo brillante, sobre una cadena montañosa, 
una nubécula ópalo de forma oval 
refleja el arco iris de una tormenta 
montada en un valle distante—, 
pues estamos muy artísticamente enjaulados.
 
Y el muro del sonido: el muro nocturno 
que un trillón de grillos levantan en el crepúsculo. 
¡Impenetrable! A medio camino, en la colina, 
me detenía avasallado por sus delirantes trinos. 
Es la luz del Dr. Sutton. Es la Osa Mayor. (120) 
Hace mil años cinco minutos eran 
iguales a cuarenta onzas de fina arena. 
Mirar fijo las estrellas. Infinito pasado 
e infinito futuro: por encima de tu cabeza 
como alas gigantes se cierran, y estás muerto.
 
El común de los mortales, diría yo, 
es más feliz: ve la Vía Láctea 
sólo cuando orina. Entonces como ahora 
yo caminaba por mi cuenta y riesgo: fustigado por las ramas, 
tropezando en las cepas. Asmático, cojo y gordo, (130) 
nunca hice rebotar una pelota ni empuñé un bate.
 
Yo era la sombra del picotero asesinado 
por la ficticia lejanía del cristal de la ventana. 
Tenía un cerebro, cinco sentidos (uno de ellos único), 
pero en todo lo demás era un engendro ridículo. 
En mis sueños nocturnos jugaba con otros chicos, 
pero en realidad no envidiaba nada, salvo quizá 
el milagro de una lemniscata trazada 
en la húmeda arena por las ruedas descuidadamente 
diestras de una bicicleta. 

Un hilo de dolor sutil (140) 
que la traviesa muerte mueve, suelta después, 
pero siempre presente, corre a través de mí. Un día, 
acababa de cumplir once años, mientras tendido 
en el suelo, contemplaba un juguete de cuerda 
—un carrito de lata tirado por un muchacho de lata— 
que pasaba entre las patas de las sillas y se perdía debajo de la cama, 
irrumpió de pronto el sol en mi cabeza. 
Y después la negra noche. Aquella negrura era sublime. 
Me sentía disperso en el espacio y en el tiempo: 
un pie en la cima de una montaña, una mano (150) 
bajo los guijarros de un arroyo jadeante, 
una oreja en Italia, un ojo en España, 
en las grutas mi sangre y en las estrellas mi cerebro. 
Había sordas palpitaciones en mi Triásico; verdes 
manchas ópticas en el Pleistoceno Superior, 
y un estremecimiento helado en mi Edad de Piedra,
y todos los mañanas en mi huesecillo de la risa. 
Durante un invierno, cada tarde 
me hundí en aquel desmayo momentáneo. 
Y después desapareció. Se borró su recuerdo. (160) 
Mi salud mejoró. Hasta aprendí a nadar. 
Pero como un muchachito obligado a calmar 
con su pura lengua la abyecta sed de una mujer, 
fui corrompido, aterrado, fascinado,  
y aunque el viejo doctor Colt me declaró curado 
de lo que, decía, eran sobre todo males del crecimiento, 
la maravilla dura y la vergüenza permanece.

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