Un rayo de sol calienta la calle, lidiando
con las nubes grises. Los neumáticos caen torpemente y rebotan como pesados
cadáveres en una fosa común. Urdina saca una botella de su morral y rocía la
gasolina sobre el caucho de las llantas, desgastado y roto de tanto andar. Tú alzas
la mano para que te vean, dejas caer el manojo de fósforos que ya amenazan la
tela de tus guantes: el olor amargo del humo y las llamas furibundas le dan
sabor a la insípida manifestación de hoy. Los tuyos aplauden y chiflan por fin,
se ajustan los trapos blancos sobre sus rostros ahora anónimos. El color de sus
intenciones viste ahora a un ejército repentino, creciente a cada minuto que
pasa. La policía, negra como el odio que despierta a tu lado de la calle,
observa pasivamente el fuego como fichas de ajedrez. “¡Esta es una
manifestación pacífica!”, protesta alguien a través de un tapabocas. “¡Cerdos,
traidores, vendidos! ¡Léanse un libro!”. Los policías abren campo y le dan paso
a una enorme tanqueta oscura, adornada con las manchas y huellas de tropeles
anteriores; y sobre ella, un cañón de agua que apunta hacia la hoguera. Tus
compañeros chiflan, abuchean, agitan las pancartas, confiando en que la fuerza
de los gestos detendrá cualquier avance de la sucia opresión. Detrás de la
tanqueta llega marchando un segundo grupo, anexándose a la primera hilera de
policías: ¡troc, trac, troc, trac, troc, trac, troc, trac…! El sonido sobre el
asfalto, sinérgico y arisco, apaga los ánimos de tus peleles encapuchados. La
ira te llena los pulmones y te explota por la boca: “¡¿Quiénes somos?!”.
“¡Estudiantes!”, contestan de tu lado. “¡¿Qué queremos?!”. “¡Soluciones!”.
“¡¿Qué nos dan?!”. “¡Represiones!”, “¡Represión, represión y bolillo por montón!”.
El grito desgarra tu garganta. La arenga palpita ahora por el aire y embiste a
las botas plantadas en posición de firme. Los policías se ríen en silencio. Uno
de ellos saca una cámara y te apunta para no perderse ningún detalle. La
protesta no tiene cara de ir a ningún lado: los policías ni siquiera se cubren
con sus escuditos plásticos, ¿qué miedo podrían tenerle a una miserable
pataleta? Le haces una seña a Urdina, te responde con una tímida aprobación de
cabeza. Saca otra botella y te la entrega con cuidado: una media de ron, hasta
la mitad de un líquido que beberías si no supieras para qué está ahí. Aprovechando
el fuego de los neumáticos, enciendes la mecha de la botella y apuntas más allá
de la primera línea. “¡A los de adelante, a los de adelante!”, te regaña
Urdina, luego de ver que la botella se quiebra a un lado de la tanqueta. Los
policías se cubren de las llamas que salpican, sacan los garrotes y un chorro
de agua se abalanza contra la pira de llantas encendidas.
Tres serpientes de humo vuelan y se
estrellan junto a ti, levantando una siseante nube de asfixia. Los que aún protestaban
pacíficamente corren y se tapan la nariz. Una lluvia de fuego y piedras
arremete contra los policías, que se juntan y protegen como un armadillo
gigante. Urdina saca dos botellas más. Le tiemblan las manos y el resto del
cuerpo. “Cuidado, compa”, tú le adviertes, señalando el bolsillo del morral,
donde están las papas -que se están agitando más de la cuenta-. Sacas una y corres
a esconderte detrás de una esquina. Urdina te llama, alcanzado por el gas,
señalándose los ojos irritados. Sacas el espray con leche y se lo alcanzas. La
adrenalina te vibra por la espalda como un enjambre de avispas. Una granada de
gas cae a tu lado y la pateas lejos de ti. “¡Un trapo mojado, pónganle un trapo
mojado a eso!”, gritas, señalando la niebla sofocante que empieza a crecer.
Urdina le lanza otro molotov a un grupo de antimotines, que ahora corren en
todas direcciones: empujando cuerpos, aplastando cráneos, desencajando
mandíbulas abiertas. La explosión de fuego envuelve a uno de ellos. El chorro
de agua le pega a Urdina en la cara, quien hace todo lo posible para no caer de
espaldas. Empuñas la papa cuidadosamente y se la avientas a la tanqueta. Un
estallido delicioso espanta a los policías que avanzan en formación. Uno de
ellos se cubre el cuello con las manos: una esquirla se le clavó a un lado de
la tráquea. “Buena esa”, te felicita Urdina, quien se esconde junto a ti detrás
del muro. Te devuelve el espray para los ojos. Su pasamontañas blanco ahora
está manchado de la sangre de sus párpados. Una lluvia de piedras y globos con
pintura asalta la tanqueta y el largo cuerpo de escudos. Urdina saca una papa explosiva
para herir al armadillo. Lo agarras de la ropa y lo jalas violentamente hacia
ti. “¿Qué pasó?”, pregunta, confundido. Una granada detona a pocos pasos. La
onda los empuja y les deja un pitido en los tímpanos. “¡Mi pierna! ¡Mi
pierna!”, se queja alguien entre alaridos de pánico. Caen más bombazos y los
encapuchados huyen como perros mojados. El gas, el agua y los garrotes terminan
de hacer lo suyo. En los cúmulos del cielo, hasta más allá de donde alcanza la
vista, se refleja la escena de abajo: truenos, agua, rayos, luces, sombras… el
viento enloquecido.
Un bramido llega desde lejos, detrás de
la línea de policías. “¿Quiénes son?”, le preguntas a Urdina, con la misma
sorpresa que tienen los peones de armadura negra. “Los del sindicato, que por
fin llegan a apoyarnos, ¿no sabías?”. La estampida de obreros llega con varillas
y machetes; la policía, claramente en desventaja, responde con balas de caucho
y explosivos, pero se recoge ante la avalancha incontenible. “¡Mi pierna,
ayúdenme! ¡Mi pierna!”. Es uno de los estudiantes. La detonación le dejó la
pantorrilla como una salchicha reventada. “Ayudálo, Urdina”, tú le indicas.
“Ahora vuelvo”. “¡Nos dejás tirados, como siempre!”, te señala, con aire de
confirmar una vieja sospecha. Te perfora con su mirada sangrienta y corre a
atender al mutilado. Aprovechas la nube de humo que recién se levanta y sales. Los
golpes, las botas y las maldiciones te guían hacia afuera de la espesura. El
humo, capaz de filtrarse por cualquier camino -y al que no te has podido
acostumbrar-, te quema la respiración y te produce arcadas sin vómito. Doblas
la esquina, dejas el campo de batalla. El sudor tibio se te filtra por las
cejas, se te mete en los ojos. Los estallidos y los gritos de ira suenan
lejanos desde el callejón en donde te has metido. Algunas gotas anticipan la tormenta
inevitable. Te quitas la máscara y las gafas de seguridad industrial, luego el
resto de prendas blancas. La ropa oscura que llevas por debajo apesta a la
humedad de tu cuerpo. Te cercioras de que nadie vea, sacas dos bolsas de basura
de una caneca repleta. Vacías el contenido: botas, peto, brazaletes, casco, chaleco,
municiones... De la otra, el Trufly, que
cargas con una granada aturdidora. Te lo cuelgas, después de ajustarte las
correas de velcro de toda la armadura plástica y la máscara antigás. La ropa
blanca se queda en la caneca y sales, dando la vuelta hacia el otro lado del
tropel. “¡Mi teniente! ¿Dónde estaba?”, te grita Rojas, el enfermero, quien
atiende al policía herido en la tráquea, a un lado de la tanqueta. “¡No se
quede ahí! ¡Al frente! ¡Al frente!”, exclama con terror. El fuego del primer
molotov parece no haberlo alcanzado. Vas a la primera línea: por el suelo de
piedras y charcos de sangre avanzan los obreros y estudiantes encapuchados.
Medio escuadrón de los tuyos retrocede, protegiéndose del tumulto en falange
defensiva. Le quitas el seguro al Trufly y le disparas a la turba. La onda
esparce las semillas del terror: balines, piedras, tornillos, puntillas,
tachuelas, vidrios... Lanzas más aturdidoras envenenadas con metralla. Nuevas
gotas escarlatas rocían el pavimento, confundiéndose con la llovizna que cae sobre
los neumáticos aún humeantes. Buscas a Urdina. Lo encuentras allá, arrastrando
al mutilado, dándote la espalda. Llama a una ambulancia, rugiendo
desesperadamente, pero nadie le presta atención. Cargas de nuevo y apuntas
hacia él: la mira se fija en el morral, repleto de papas y molotovs. El cielo
relampaguea, cae la lluvia furibunda y sales.
Josef Karolys
@jarolys
No hay comentarios.:
Publicar un comentario