viernes, 6 de diciembre de 2013

Metralla




Un rayo de sol calienta la calle, lidiando con las nubes grises. Los neumáticos caen torpemente y rebotan como pesados cadáveres en una fosa común. Urdina saca una botella de su morral y rocía la gasolina sobre el caucho de las llantas, desgastado y roto de tanto andar. Tú alzas la mano para que te vean, dejas caer el manojo de fósforos que ya amenazan la tela de tus guantes: el olor amargo del humo y las llamas furibundas le dan sabor a la insípida manifestación de hoy. Los tuyos aplauden y chiflan por fin, se ajustan los trapos blancos sobre sus rostros ahora anónimos. El color de sus intenciones viste ahora a un ejército repentino, creciente a cada minuto que pasa. La policía, negra como el odio que despierta a tu lado de la calle, observa pasivamente el fuego como fichas de ajedrez. “¡Esta es una manifestación pacífica!”, protesta alguien a través de un tapabocas. “¡Cerdos, traidores, vendidos! ¡Léanse un libro!”. Los policías abren campo y le dan paso a una enorme tanqueta oscura, adornada con las manchas y huellas de tropeles anteriores; y sobre ella, un cañón de agua que apunta hacia la hoguera. Tus compañeros chiflan, abuchean, agitan las pancartas, confiando en que la fuerza de los gestos detendrá cualquier avance de la sucia opresión. Detrás de la tanqueta llega marchando un segundo grupo, anexándose a la primera hilera de policías: ¡troc, trac, troc, trac, troc, trac, troc, trac…! El sonido sobre el asfalto, sinérgico y arisco, apaga los ánimos de tus peleles encapuchados. La ira te llena los pulmones y te explota por la boca: “¡¿Quiénes somos?!”. “¡Estudiantes!”, contestan de tu lado. “¡¿Qué queremos?!”. “¡Soluciones!”. “¡¿Qué nos dan?!”. “¡Represiones!”, “¡Represión, represión y bolillo por montón!”. El grito desgarra tu garganta. La arenga palpita ahora por el aire y embiste a las botas plantadas en posición de firme. Los policías se ríen en silencio. Uno de ellos saca una cámara y te apunta para no perderse ningún detalle. La protesta no tiene cara de ir a ningún lado: los policías ni siquiera se cubren con sus escuditos plásticos, ¿qué miedo podrían tenerle a una miserable pataleta? Le haces una seña a Urdina, te responde con una tímida aprobación de cabeza. Saca otra botella y te la entrega con cuidado: una media de ron, hasta la mitad de un líquido que beberías si no supieras para qué está ahí. Aprovechando el fuego de los neumáticos, enciendes la mecha de la botella y apuntas más allá de la primera línea. “¡A los de adelante, a los de adelante!”, te regaña Urdina, luego de ver que la botella se quiebra a un lado de la tanqueta. Los policías se cubren de las llamas que salpican, sacan los garrotes y un chorro de agua se abalanza contra la pira de llantas encendidas.

Tres serpientes de humo vuelan y se estrellan junto a ti, levantando una siseante nube de asfixia. Los que aún protestaban pacíficamente corren y se tapan la nariz. Una lluvia de fuego y piedras arremete contra los policías, que se juntan y protegen como un armadillo gigante. Urdina saca dos botellas más. Le tiemblan las manos y el resto del cuerpo. “Cuidado, compa”, tú le adviertes, señalando el bolsillo del morral, donde están las papas -que se están agitando más de la cuenta-. Sacas una y corres a esconderte detrás de una esquina. Urdina te llama, alcanzado por el gas, señalándose los ojos irritados. Sacas el espray con leche y se lo alcanzas. La adrenalina te vibra por la espalda como un enjambre de avispas. Una granada de gas cae a tu lado y la pateas lejos de ti. “¡Un trapo mojado, pónganle un trapo mojado a eso!”, gritas, señalando la niebla sofocante que empieza a crecer. Urdina le lanza otro molotov a un grupo de antimotines, que ahora corren en todas direcciones: empujando cuerpos, aplastando cráneos, desencajando mandíbulas abiertas. La explosión de fuego envuelve a uno de ellos. El chorro de agua le pega a Urdina en la cara, quien hace todo lo posible para no caer de espaldas. Empuñas la papa cuidadosamente y se la avientas a la tanqueta. Un estallido delicioso espanta a los policías que avanzan en formación. Uno de ellos se cubre el cuello con las manos: una esquirla se le clavó a un lado de la tráquea. “Buena esa”, te felicita Urdina, quien se esconde junto a ti detrás del muro. Te devuelve el espray para los ojos. Su pasamontañas blanco ahora está manchado de la sangre de sus párpados. Una lluvia de piedras y globos con pintura asalta la tanqueta y el largo cuerpo de escudos. Urdina saca una papa explosiva para herir al armadillo. Lo agarras de la ropa y lo jalas violentamente hacia ti. “¿Qué pasó?”, pregunta, confundido. Una granada detona a pocos pasos. La onda los empuja y les deja un pitido en los tímpanos. “¡Mi pierna! ¡Mi pierna!”, se queja alguien entre alaridos de pánico. Caen más bombazos y los encapuchados huyen como perros mojados. El gas, el agua y los garrotes terminan de hacer lo suyo. En los cúmulos del cielo, hasta más allá de donde alcanza la vista, se refleja la escena de abajo: truenos, agua, rayos, luces, sombras… el viento enloquecido.

Un bramido llega desde lejos, detrás de la línea de policías. “¿Quiénes son?”, le preguntas a Urdina, con la misma sorpresa que tienen los peones de armadura negra. “Los del sindicato, que por fin llegan a apoyarnos, ¿no sabías?”. La estampida de obreros llega con varillas y machetes; la policía, claramente en desventaja, responde con balas de caucho y explosivos, pero se recoge ante la avalancha incontenible. “¡Mi pierna, ayúdenme! ¡Mi pierna!”. Es uno de los estudiantes. La detonación le dejó la pantorrilla como una salchicha reventada. “Ayudálo, Urdina”, tú le indicas. “Ahora vuelvo”. “¡Nos dejás tirados, como siempre!”, te señala, con aire de confirmar una vieja sospecha. Te perfora con su mirada sangrienta y corre a atender al mutilado. Aprovechas la nube de humo que recién se levanta y sales. Los golpes, las botas y las maldiciones te guían hacia afuera de la espesura. El humo, capaz de filtrarse por cualquier camino -y al que no te has podido acostumbrar-, te quema la respiración y te produce arcadas sin vómito. Doblas la esquina, dejas el campo de batalla. El sudor tibio se te filtra por las cejas, se te mete en los ojos. Los estallidos y los gritos de ira suenan lejanos desde el callejón en donde te has metido. Algunas gotas anticipan la tormenta inevitable. Te quitas la máscara y las gafas de seguridad industrial, luego el resto de prendas blancas. La ropa oscura que llevas por debajo apesta a la humedad de tu cuerpo. Te cercioras de que nadie vea, sacas dos bolsas de basura de una caneca repleta. Vacías el contenido: botas, peto, brazaletes, casco, chaleco, municiones... De la otra, el Trufly, que cargas con una granada aturdidora. Te lo cuelgas, después de ajustarte las correas de velcro de toda la armadura plástica y la máscara antigás. La ropa blanca se queda en la caneca y sales, dando la vuelta hacia el otro lado del tropel. “¡Mi teniente! ¿Dónde estaba?”, te grita Rojas, el enfermero, quien atiende al policía herido en la tráquea, a un lado de la tanqueta. “¡No se quede ahí! ¡Al frente! ¡Al frente!”, exclama con terror. El fuego del primer molotov parece no haberlo alcanzado. Vas a la primera línea: por el suelo de piedras y charcos de sangre avanzan los obreros y estudiantes encapuchados. Medio escuadrón de los tuyos retrocede, protegiéndose del tumulto en falange defensiva. Le quitas el seguro al Trufly y le disparas a la turba. La onda esparce las semillas del terror: balines, piedras, tornillos, puntillas, tachuelas, vidrios... Lanzas más aturdidoras envenenadas con metralla. Nuevas gotas escarlatas rocían el pavimento, confundiéndose con la llovizna que cae sobre los neumáticos aún humeantes. Buscas a Urdina. Lo encuentras allá, arrastrando al mutilado, dándote la espalda. Llama a una ambulancia, rugiendo desesperadamente, pero nadie le presta atención. Cargas de nuevo y apuntas hacia él: la mira se fija en el morral, repleto de papas y molotovs. El cielo relampaguea, cae la lluvia furibunda y sales.


Josef Karolys
@jarolys

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