domingo, 2 de noviembre de 2008

Sin título, Angel Castaño


Poco verosímil que una coleccionista de revistas de la farándula de los cincuenta escriba buenos poemas. Una actriz de comerciales televisivos, tal vez. Podría rebasar los cincuenta años. Sería muy chévere ver a las estrellas de la tele resolver los crímenes más intrincados y, a la par, reponerse de los trastornos de la menopausia. No encuentro relevancia alguna en el color del pelo. Los pechos y demás atributos físicos distraen al lector. No es fácil seguirle el paso a una fémina con la que queremos copular. Lo de los hijos es interesante: ¿por qué no los tuvo? ¿O los tuvo y se murieron? El nombre indicado es Natalia, por lo melodioso que resulta en algunos labios. El título: de Natalia o del largo poema de la fugacidad. No tengo claro si debiera ser alta o baja. Con 1.65 estará bien, por ahora.


Nos despedimos después de haber ultimado los detalles de una revista que pensábamos editar con la plata que ganábamos como meseros. Teníamos algunos títulos en mente, pero ninguno daba en el clavo. En los créditos B. figuraría como director y yo como editor. Entre los dos corregiríamos los textos y las suscripciones a un precio simbólico venderíamos. La diagramación se la encargaríamos a F, experto en Corel X3. B. se frotaba las manos al pensar que las revistas, y sobre todo las literarias, permiten a los granujas intercambiar fluidos con huríes. En mi caso la motivación era distinta: pensaba que al mostrar los poemas que escribía con fragmentos de prosas viejas, podría justificarle a la familia mi inconstancia laboral. Papá, lector constante de los clásicos rusos, conocía el destino de los escritores. El ejemplo de Dostoievski no lo alentaba. Pero, papá, si fue un genio. Si, pero tú no lo serás. Había leído, sin que me diera cuenta, los cuadernos con los que pasaba noches enteras, siguiéndole el rastro al miedo, trazando cartografías de terror.
Decidí telefonear a X. X era generosa. Nunca rechazó mis incursiones eróticas, pero siempre, después de traer un pocillo de café a la cama, cortaba las alas de cualquier pretensión: apresúrate, no me gusta tener un hombre por más de tres horas en las sábanas. Prendíamos la grabadora y escuchábamos “Concierto para piano en mi menor”, de Chopin. X estudia violín y piano en la facultad de Bellas Artes. Antes de conocerla, mis conocimientos musicales eran minúsculos. Mientras nos desvestíamos, hablaba de las diferencias entre una cantata y una sonata. Clases particulares de teoría musical, condimentadas con sensualidad. En cierta ocasión la invité a un concierto de la banda sinfónica departamental. Del chelo brotaban notas que hacían pensar en dios y sus esposas. X, en mitad de la presentación, se levantó de la silla y empezó a bailar. La gente halaba las puntas de su chaquetilla, en un vano intento de hacerla entrar en razón. Impávido, la miré levitar.


X no contestó. El recorrido en el respaldo de un boleto de fútbol. Del lugar A al B hay cien metros. El camino, de ruinas cotidianas, termina en un par de piernas y una cerveza. El Bar de Al no figura en los mapas turísticos de la ciudad. El mes pasado escribí, mientras Luis tocaba las canciones de Sinatra, líneas que nadie recordará: hay mujeres que hacen que los hombres vuelen con sus zapatos/. El olvido se viste de ti/Beso las maripositas del aliento. Nadie habla con nadie. Caminé unas cuantas cuadras. Bar de Al. Una mariposa revolotea sobre los músicos. Los dedos de S. arrancaban suspiros al violín. Pido una pastilla y voy al baño. Dos hombres, sin cerrar la puerta, se acarician. Miro. Algo similar a la desazón comienza a crecer. Al es chulo de maricas. Publicita sus servicios en clasificados crípticos: el placer de sentir la sangre en los labios. Llame al número 7404373. Kavafis. Algunos creen que es la invitación a una tertulia clandestina de poetas. Llaman y la tenue voz los seduce. Se programa la sesión. Los servicios de los chicos de Al van desde mordidas en el cuello hasta amputación de tetillas. Quise escribir sobre todo eso. Concursar en un certamen para jóvenes promesas de la literatura, ganar botellitas de ron y llenar las portadas de mis libros con los autógrafos de escritores conocidos, luego subastarlos en el mercado de la pulgas que improvisan, afuera de los bares, los náufragos de la urbe. Maricas vestidos de toreros, con espadas relucientes y revólveres en el cinto. Escena final: un marica toreando en mitad de la autopista. Pero, aparte de unas cuantas buenas frases, nada salió.
Me acerco a la barra. Al es un pequeño sapo, de ojos acuáticos y papada de gallo. Presume ser uno de los primeros colombianos que se enroló en el contingente que fue a Corea. Casi todos le creen, yo tengo mis reservas. Las descripciones de los combates son hiperbólicas. Una noche le pregunté sobre algunos aspectos de la vida militar, cosas simples, cualquiera que haya estado en una guarnición podría responder. Dilató las fosas nasales. Miró el escapulario de la Virgen que lleva consigo y… se sentó en un rincón, con la mirada extraviada en las galaxias. Al rato volvió. Me pasó un papel. Seis relámpagos negros cruzaban la hoja.

Lección teológica para corderos.
Salgamos a morir en el parque.
El viento de las tres de la tarde no tiene activos financieros en los mercados bursátiles del mundo.
Juguemos en las cavernas.
Abandonemos la industria, regresemos a lo materno, a lo paleolítico…
Chao ciencia, gran meretriz de la historia.


Conservo el poema. Extraña confesión. Ahora a todos nos dio por ser poetas. Debe ser algún químico vertido en el alcantarillado. Tal vez el humo que vomitan las chimeneas esté contaminado con poeticus androsefinus, bacteria desarrollada por un científico danés en los laboratorios de una universidad del tercer mundo. El pobre leyó demasiado los Diálogos de Platón.
En breve saldré. Tengo una cita con un editor de libros agropecuarios, amigo de tía Cecilia. No prometió mayor cosa: si le gusta los apuntes que llevo, me da el correo electrónico de un editor amigo. Desde hace varios días no duermo bien. La historia cobra fuerza, algo que no me gusta. Soy amigo de tener el control, de saber hacía dónde voy. La chica camina por donde le da la gana. Deja un rastro de grafito. Grettel, amiga de anfetas y hoteles baratos. Mi obra será valorada cuando algún profesor universitario la convierta en manual de consulta para los estudiantes de primer semestre de psiquiatría. O, cuando sea editada bajo el nombre de Lo que no se debe hacer en literatura: manual para principiantes, con prólogo de Fernando Vallejo.
Ahora que lo pienso, desdeño la idea de que la heroína sea cincuentona. Es más, si tiene menos de veinticinco estaré contento.

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