lunes, 12 de mayo de 2008

La máscara de Alexander (Homenaje a Ingmar Bergman)

Este cuento es un homenaje al director y guionista sueco Ingmar Bergman. El cuento es basado en la trama de "Fanny y Alexander", su última película, pero entre líneas hago referencia a episodios famosos de muchas de sus otras grandes cintas, que nunca me han dejado de impresionar.
*
“… Una vez dijiste que siempre estabas cambiando máscaras... hasta que finalmente no sabías quién eras.Yo sólo tengo una máscara. Pero esta fija en mi carne...”.

Bergman, “Fanny y Alexander”


Maldita sea. Quiero orinar y todavía está de noche. Es lo que más detesto en la vida. No puedo evitar ver fantasmas siempre que me levanto al baño a esta hora de la madrugada, y los odio. Los odio con el alma.

Cuando mi padre estaba vivo, solía regañarme al escuchar mis gemidos de terror. Me decía que no existen, que no hay duendes debajo de mi cama, que el diablo no me espía tras las puertas de mi armario, que los muertos vivos son inventos; los vampiros, las brujas… Que no hay fantasmas qué temer. Acercaba una lámpara a cualquier rincón oscuro, y todos los espectros se esfumaban, igual que las sombras que inundaban los espacios. Pero cuando lo vi muerto, vagando por la sala días después de fallecido, regresaron mis temores. Ahí estaba parado, vestido de blanco todo, con el sombrero puesto y el bigote acabado de encerar, tal como lo dejaron antes de enterrarlo. Cuando lo vi esa vez, observó a mi madre con una tristeza fría, como una estatua de cementerio, y al señor Obispo, que ofició su funeral, que la consolaba a su lado, cortejándola, como si nunca hubiera sucedido nada. Tres días antes había muerto en el escenario, encarnando al padre del príncipe Hamlet, ya fallecido, justamente en la escena XII, del acto primero, cuando le avisa que el nuevo marido de su madre, y nuevo rey de Dinamarca, ha sido un cobarde asesino que tiene una cita pendiente con la venganza.

Ya antes había visto muertos, los he visto siempre, toda la vida. Me atormenta saber que están ahí, pero que no me dicen nada sobre el más allá. Ni ellos, ni mi madre, ni mi abuela, ni mis tíos, actores todos de teatro y conocedores de los misterios humanos, han podido responder a las preguntas básicas. ¿Por qué nacemos, si nos vamos a morir? ¿Es un sueño silencioso el antes y el después de este paso ilusorio por el mundo? ¿O es este paso el sueño, y aquel silencio lo único que existe? Incertidumbre amarga, la que me impide ahogarme en las aguas turbulentas del Río, que ruge furioso al otro lado de esta ventana.
Aunque los he visto desde siempre, el miedo que me causan los fantasmas es a convertirme en uno de ellos, a vagar eternamente en los rincones de esta casa, con esa expresión cansada y esa espera de lo incierto, que sólo pueden distraer caminando en la penumbra… dejándose ver de quien desean que los mire.
*

Noches después de llegar a esta casa, a la antigua casona del Obispo, vi a tres fantasmas tristes vigilándome en el baño. Sabía que vería muertos desde que llegué. Es algo que se siente. Mientras íbamos en el carruaje, desde la casa de la abuela hasta aquí, mi madre me contó que íbamos a vivir en un palacio, en una vieja y lujosa mansión de la familia del Obispo, un gran edificio del barrio viejo de Uppsala. Al llegar, vi la gran pared exterior que da con el cauce del Río, una corriente turbulenta que desemboca varios kilómetros al este, en las oscuras aguas del Báltico. Vi la serie de ventanas que saludan el horizonte, y noté que las de la última y séptima planta estaban selladas con rejas. Noté los restos encallados de una barca en las piedras de una orilla... Desde el principio supe que tendría problemas para levantarme a orinar en la madrugada.
Recuerdo que el Obispo nos recibió en la entrada. No había sirvientes esperando cargar nuestro equipaje, porque una de las extrañas peticiones que le hizo a mi madre fue que sólo lleváramos con nosotros la ropa puesta. Mi hermana Fanny sólo traía una muñeca, una vieja marioneta judía que el Obispo observó con desagrado. Saludó a su nueva esposa besándole la mano, y nos condujo por los lóbregos pasillos. La casa olía a viejo, a humedad. A flores marchitas.
Cenamos temprano, en el comedor, en un silencio velatorio. A duras penas se escuchaba el disimulado ruido de los sorbos de la sopa. En torno a la mesa estaba mi madre, el Obispo, Fanny, tres sirvientas esperando recoger la mesa y otra dándole cucharaditas de caldo a Sasha, la hermana del Obispo, que vivía en una habitación del sótano.Qué terror me causaba esa mujer. Era gorda, sentada en silla de ruedas por un motivo no aparente. La boca abierta goteando saliva y unos ojos saltones que no parpadeaban. La tez pálida, las manos retorcidas sobre su regazo, la cabeza redonda como un huevo de serpiente. Me producía un terror inexplicable detallar los rasgos de su rostro, como si los hubiera conocido desde la misma eternidad.
En su pose siempre quieta, parecía como si me guiñara uno de sus ojos, como si me sonriera, causándome la extraña impresión de no saber si en realidad lo hubiera hecho.
-Me alegra haber compartido nuestra primera cena juntos- dijo el Obispo cuando terminamos de comer. Todos agachamos la cabeza con un gesto de agradecimiento y nos levantamos.Subimos la escalera hasta el séptimo piso, y el Obispo nos dejó en esta habitación a mi hermana y a mí. Me miró con sus ojos glaciales y me puso la mano en la mejilla.
-Aprenderemos a llevarnos bien- dijo, como si adivinara en mis ojos el odio felino que me despertaba. Susurró algo al oído de la sirvienta, que se quedó mirándome, para que no se le escapara ningún detalle de mí.
*

Noches después vi a los tres fantasmas, tal como presentía. Salí en la madrugada, a esa hora silenciosa, congelada y sombría que precede el amanecer, cuando se perciben formas vagas y murmullos entre los rincones. Busqué el cuarto de baño, cruzando el salón principal, perdido entre las tantas puertas que apenas empezaba a conocer. Oriné tranquilo, con un suspiro de satisfacción, y cuando ya le daba la razón a los viejos consuelos de mi padre, sentí que me atravesaba una mirada penetrante. Me observaba una figura sentada en una silla. Sasha. No estaba seguro de si estaban fijos sus ojos bizcos en los míos, o en algo más, entonces miré a mis espaldas y ahí estaban: tres siluetas negras y borrosas, de una mujer con el rostro cubierto y dos niñas a lado y lado, tomadas firmemente de las manos.
*

Los fantasmas llamaron más fantasmas.

-Alexander- me dijo Fanny cuando regresé a mi habitación –no me gusta esta casa. Escucho gritos y gente que susurra.
Se levantó de su cama con la muñeca en la mano y se acostó junto a mí. Yo la cubrí con mi cobija roja y nos abrazamos firmemente.

A la mañana siguiente entró Justina, la sirvienta, con el desayuno en una bandeja. Dejó sobre una mesa dos platos humeantes y dio un paso hacia la pared, desde donde siempre nos observaba comer con su paciencia exasperante.
Fanny le daba vueltas con la cuchara a la colada grumosa de avena, en parte porque estaba muy caliente, en parte por su mal aspecto.

-¿Por qué no se pueden abrir las ventanas?- le preguntó a la sirvienta. Ella respondió con una sonrisa de indecisión.-Para que no nos escapemos, como las niñas que vivían aquí- dije.
Justina me miró de súbito y yo bajé los ojos.

-Ellas me contaron que no podían salir, eran las hijas del obispo. Se habían intentado escapar con su madre una vez, y después de aquel día sellaron las ventanas.
-¿Quién te dijo eso?– preguntó la sirvienta.
-Anoche me encontré con ellas y su madre…-¡Pero si ya están muertas!
-…y me contaron cómo pasó. Noches después se escaparon las tres. Había llovido, y las aguas del Río estaban crecidas. Desataron un bote e intentaron cruzar la corriente, pero las niñas cayeron, las arrastró un remolino, y la madre saltó para salvarlas. Dicen que estaban tomadas de las manos tan firmemente cuando las encontraron, que se las tuvieron que cortar para que entraran en los ataúdes.

Justina se quedó callada y salió cuando terminamos de comer. Al caer la noche nos dormimos, entró sin que nos diéramos cuenta y me sacudió. Desperté sobresaltado.-Alexander, despierta. El Obispo te manda llamar.-¿Qué pasó?- pregunté. No me respondió.-Fanny, tú vienes también con nosotros.

Nos levantamos confundidos y caminamos hasta el estudio. El Obispo estaba esperándonos al lado de una mesita con un tablero de ajedrez. Al fondo del salón había otra mesa, cubierta por una manta. La sirvienta se quedo inmóvil, como siempre, contra una pared, y yo me quede de pie, con la mirada fija en una manchita del suelo, mientras el Obispo caminaba despacio a mi alrededor.

-Alexander… te he mandado llamar porque quiero saber si es verdad que dijiste lo que Justina me dijo que dijiste.

Yo no levantaba mis ojos de la manchita en el suelo.
-¿Podrías repetirme lo que le dijiste?
-Yo no dije nada.

El Obispo acercó su cabeza a mi oído.

-¿Entonces lo inventó? ¿Lo soñó?
-Así es.
-Fanny, ¿lo escuchaste decir algo sobre mis hijas y su madre?
-No.

El Obispo sacó una vieja Biblia de los estantes y la puso sobre la mesa.
-¿Podrías jurarlo?
-Sí.
-Te recuerdo, Alexander, es un pecado jurar en falso. Es considerado perjurio, y duramente castigado.
-¿De verdad?
-Pon tu mano sobre la escritura. Repite después de mí.
-Yo, Alexander Ekdahl, juro por el Dios vivo, que todo lo que he dicho, digo y voy a decir es la pura verdad- repetí.
-¿No te da miedo ofender a Dios?- preguntó el Obispo.
-No. No me asusta ofender a un Dios que no es otra cosa que un ídolo del miedo mismo.
-Alexander… Alexander… quiero entenderme mejor contigo- dijo sonriendo -Hablemos claramente, como caballeros. Dime toda la verdad. ¿Qué le dijiste a Justina?
-La verdad, es que el señor obispo odia a Alexander- dije.
-Te equivocas en eso- dijo paternalmente, acariciando mis mejillas –yo te amo, Alexander. Mi cariño no es suave, ni tonto; mi amor por ti es duro y severo… pero te aseguro que estableceremos una verdadera relación de amor. ¿Oyes lo que te digo?
-No. Y no diré nada que quiera oír.
-No estés tan seguro de eso, jovencito. Conozco métodos para hacerte retractar por tus mentiras. No has entendido que soy más fuerte que tú.
-De eso no tengo dudas.
-No hablo en ese sentido, Alexander. Soy más fuerte porque tengo la verdad de mi lado.

Me tomó del brazo y me llevó hasta la mesa cubierta por la manta. La retiró para mostrarme una escalofriante colección de flagelos.

-De que te hago hablar, puedes estar seguro- dijo –podría usar cualquiera de estos para enseñarte modales… o podría enviarte a un cuarto frío y oscuro del sótano, donde escuchas a las ratas olfatearte en las tinieblas, mientras esperan a que duermas… Después de eso, vas a estar más dócil.
-¿Por qué tiene que haber un castigo?- pregunté temblando.
-Es obvio. Tienes una debilidad en tu carácter: no puedes distinguir la verdad de la mentira. Vives mentiras de niño, y pronto serás un hombre, Alexander, y en la vida de los hombres se castiga a los mentirosos fuerte e indiscriminadamente. El castigo es para enseñarte el amor a la verdad.
-Todo lo que dije es mentira- dije –todo lo que dije sobre sus hijas y su esposa.

El Obispo sonrió con alegría.

-¿Confiesas que cometiste perjurio?-Supongo que sí.
-Ahora has conseguido una gran victoria- dijo sonriendo -una victoria sobre ti mismo. ¿Qué castigo eliges: diez azotes con la vara o una noche en la mazmorra?
Yo lo miré con todo el odio que hirvió desde mis vísceras.
*

Pasé la noche en vela, sentado en un lúgubre rincón de la mazmorra. No eran las ratas quienes me impedían dormir, ni el aire gélido que volvía escarcha el rocío que cubría los ladrillos… sino la tempestad que se había desatado en mi interior, retumbando en ecos con la que caía afuera. Poco a poco se encendían los débiles susurros de la casa, y estallaban en gritos mezclados con relámpagos. Las formas y miradas que asechaban a lo lejos, bailaban como una bacanal desenfrenada y diabólica de espantos. Yo me sumía en una increíble excitación, aferrado a las paredes de piedra y musgo, entregado a una demencia muda. No había ventanas, sólo escuchaba la tormenta por la rendija de la puerta… pero sabía que no era de día; que era ese momento entre la noche y la aurora cuando la mayoría de la gente muere, cuando el sueño es más profundo, cuando las pesadillas son más reales y los insomnes se ven acosados por sus temores más terribles… Hora maldita, cuando los fantasmas y demonios se vuelven más fuertes.

Un grito agudo y desgarrado se escuchó por la casa, seguido de otros más. Un olor a carne chamuscada llegó desde la habitación del lado, y minutos después lo sentía filtrarse por debajo de la puerta, en hilos invisibles de humo. Abrieron. Uno de los sirvientes me sacó del cuarto. Desalojaron a toda la gente de la casa en llamas, junto a las pertenencias y los muebles que pudieron salvar.

-¿Qué ocurrió?- pregunté.-¡El Obispo…! ¡Un accidente!- se limitaban a decir.
Pero yo sé qué ocurrió. Sé cómo ocurrió.
Mientras me encontraba encerrado en la mazmorra, Sasha pasó junto a la puerta con una lámpara encendida, la quebró sobre su cuerpo, caminó hasta el estudio del Obispo y lo abrazó con una fuerza asesina, firmemente, con el mismo odio mío, un odio que sobrevive a la muerte, como una piedra sólida y compacta que no puede arrastrar la corriente del tiempo.

El alma vagabunda del Obispo siempre me da una palmada en la cabeza cuando pasa por mi lado.
*

Han transcurrido años desde que remodelaron la casa por los daños del fuego. La realidad ha estado rota desde entonces, y extrañamente, se siente más real de esa manera.
Mi madre no quiere irse a vivir a otro lugar, y todavía comparto la habitación con Fanny cuando duermo. Ya no tiene rejas, pero sigo siendo un prisionero en su interior. Ha pasado el tiempo, y los espectros siguen vivos cada madrugada, cuando me levantan las ganas de orinar; tan vivos como el olor penetrante del incendio y la carne chamuscada que se ha vuelto parte de la casa. Miro el Río al otro lado de la ventana, y veo los restos de la barca al otro lado de la orilla. Sé que sólo me espera silencio.

Es insoportable vivir aquí. También envejece la muerte al interior de estas paredes, y con los años sus fantasmas cambian las facciones de sus rostros. Los odio con el alma. Despiertan en mí profundos miedos, porque cada noche se parecen más a máscaras moldeadas por el mío.

Abro la puerta que conduce al baño y confirmo mi terror. El fantasma de Sasha, que ya he visto tantas veces, está esperándome de pie, y me mira a los ojos con esa expresión cansada y expectante que desde siempre he conocido.
Me guiña el ojo y me sonríe desde su eterna quietud, parada con firmeza.

Infierno y maldición. Parece un reflejo, en un espejo sin cristal.

Josef Karolys, 2008

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