viernes, 4 de abril de 2014

Un cuento chino (segunda parte)





Foto: http://510foodie.files.wordpress.com/2011/02/9-jai.jpg

El resultado de la autopsia fue paro cardíaco, y no hay que añadir nada más. La lluvia moja, la gente se muere, a veces así porque sí. Sus padres sabían lo cercanos que éramos a Liang, y decidieron invitarnos a la velación. “Vestido blanco”, decía el mensaje. “Nada de rojo”, advirtieron.

–Es que el rojo es el color de la alegría– me explicó Xavier. –Llevar alegría a un funeral hace que un muerto se quede penando.

–¿Y si uno se alegra de lo que vivió con el muerto?– pregunté.

–Pues te lo guardas para ti, chingón.

La familia Hú no era la más supersticiosa del mundo; tal vez porque se consideraban comunistas. Y se consideraban, porque todo lo que brillaba en esa casa era de oro. Los papás y los tíos eran dueños de varios supermercados y restaurantes chinos de Buenos Aires, y vaya uno a saber de dónde más… Pero el punto es que las tradiciones para los comunistas son sólo inútiles supersticiones. No sé si todos los Hú eran así. Los tíos sí eran igualitos, pero los abuelos venían del campo, y la hermana… bueno, de la hermana de Liang sólo conocía el nombre: Ling. Liang, por su parte, no era ni tradicional, ni comunista. Para él la poesía era un fin en sí mismo, y esa era su verdad, la que le daba forma a todos los aspectos de su vida… pero eso es harina de otro costal.

Para no alargar las cosas: llegamos a casa de sus tíos y casi no damos con la bendita dirección. Entre alquilar dos trajes blancos de un día para otro, pedir plata prestada y embolatarnos en taxi por el barrio chino, se nos fue algo así como una era geológica. Y es que en Colombia y en México no hay que llegar puntual a un funeral… pero en China sí. Para ellos, llegar tarde a velar al muerto todo un día es una falta de respeto; y la única forma de contrarrestar esa ofensa es, como pudimos constatar más tarde, caminar de rodillas desde la puerta hasta donde descanse el difunto. Una pareja de familiares –que tenían cara de primos, o quién sabe, porque, es verdad, todos son igualitos…– llegó de un taxi con dos maletas y llevaron flores y postres de rodillas por toda la casa hasta el fondo del patio central. Allá, al lado de un altar de incienso lleno de ofrendas y velitas, estaba el cajón abierto, a donde también fuimos a honrar al poeta. No le quise ver la cara. Le dejé a un lado mi copia de Azul…, de Rubén Darío; y Xavier le dejó el Cohiba que había guardado todo el viaje, y que nunca nos dejó fumar.

Nos disculpamos con los papás en un español machetiadísimo; y ellos, muy serios, pero muy tranquilos, nos dijeron que no había problema. Los demás no parecían pensar igual. Jóvenes –y viejos, sobre todo– nos recibieron a los únicos visitantes occidentales y vestidos de blanco, con una sola mueca de indignación. No sé si era porque no tuvimos que caminar de rodillas; o porque Liang fue la deshonra de los Hú, y nosotros habíamos contribuido a ello; o porque los papás pensaban cremarlo y no enterrarlo en las montañas; o porque se merecía eso, pero de todas formas no se sentían felices por ese inútil acto de justicia. Para ser sincero, sus miradas nos hablaban como en chino.

–Que nos sentemos aquí…–susurró Xavier, luego de recibir las ambiguas instrucciones de la mamá de Liang. En la mesa estaba Ling, sola y malencarada como todos los demás. Toda de negro, jugando un solitario raro, con unas carticas raras. Se parecía un poco a Liang, pero muy pálida, de rasgos más jóvenes y femeninos. Los ojos grandes y almendrados; la nariz y los labios diminutos, inexpresivos… como los de una gata, una que no se deja mimar. Sin abrir la boca, ni torcerla para sonreír, nos repartió cartas y empezó un juego que sólo ella entendía.

Miré a mi alrededor.

Chinos, vestidos con ropas elegantes que parecían no llevar en su cotidianidad… todos jugaban a las cartas y a los dados alrededor del patio, como si fuera una regla para matar el tiempo de velación. No era la forma en la que yo tenía en mente para terminar de salir de la conmoción en la que estaba, y poder reflexionar tranquilo sobre mi amigo Liang; pensar sobre el morir, sobre la vida que me queda… sobre lo difícil que es cambiar los tiempos verbales de una persona, que hacía dos días estaba vivo, que ahora está muerto en un féretro, y que luego estará incinerado y guardadito en un tarro de cerámica... Bueno, y todo eso...

–¿Quieres un poco?– me preguntó Xavier, ofreciéndome una papita frita con chile que había contrabandeado en la chaqueta. –Esto tiene cara de que nadie va a comer…

El sonido inconfundible de un paquete de mecato retumbó más duro que lo que podría el gong de la entrada de la casa. Los viejitos nos miraron, arrugaron más el ceño y siguieron en lo suyo. La hermana del Chino, que jugaba y ganaba sola, miró de reojo a Xavier; no sé si indignada, como todos, o pidiéndole muy sutilmente una papita con ají. Le di un codazo al Cuate y él le armó una rodajita entera con dos gotas gordas de su chile morita especial.

Por culpa de Xavier, Liang y yo nos habíamos acostumbrado a acompañar las comidas con aquella salsa diabólica. Siempre la cargaba en el bolsillo. Eso, hasta el punto de que la comida ya no me sabía a nada si no le echaba ají en cantidades navegables. Y todo bien, a mí me encanta; el problema es cuando uno asume que los demás tienen las papilas gustativas igual de echadas a perder, y uno comparte la comida con ellos. Ling le recibió como si nada. Se metió la papita a la boca, y nada. Se la comió… y nada: la misma inexpresividad en su cara de gata. Celebramos esa muestra de admirable estoicismo oriental con una risita.

–¿Otro?– le preguntó Xavier, enseñándole el paquete y la botellita a punto de acabarse.

La chinita murmuró algo como “guotáollanlaiáo”. Miré a Xavier y él alzó los hombros. Buscó otra papita completa y la aderezó con más chile morita. Ling la recibió y se la comió sin siquiera parpadear.

–Guotáollanlaiáo.

–No joda…– protesté. –La primera vez que probé eso me quería arrancar la lengua.

–No chingues, fresita, observa y aprende.

Xavier buscó una papita curva, sirvió ají como si no hubiera un mañana, y Ling la recibió:

–Guotáollanlaiáo…– dijo otra vez, y otra vez… y otra vez. –Gua-táollan-laiáo.

En la última lo dijo más durito. Ya le estaba sudando la nariz a la pobre china, pero seguía igual, recibiendo igual.

–Increíble…

–Bellísimo…
–Pero le va a arder a la salida.

Sonó el gong. La mamá de Liang se acercó a nuestra mesa y le susurró algo a Ling. Ella se fue y volvió a la mesa con dos platos que nos sirvió. Lo miré. Sé que tenía algo de verduras, de tallarines… pero también algo más que no alcancé a distinguir, y que no se veía ni cinco de apetitoso... Miré a Xavier, estaba rojo de la risa:

–¿Cuándo se ha visto el funeral de un chino?– dijo, conteniéndose.

No sabía qué hacer. Entre la rabia y el asco, se me fue la poca hambre que tenía.

–¿Cómo podés hacer bromas en un momento así?

Ling me miraba con severidad.

–¿Qué demonios es eso?– le pregunté a Xavier. Él tampoco se veía muy entusiasmado. Le daba vueltas al plato, tomó los palitos y probó una habichuela.

La comida china y yo no la vamos. Es que siempre he tenido el miedo de estar comiendo ratas, muertos o cualquier otra sorpresita, bien aderezada con salsa de soya y ajonjolí. Recuerdo que para darle gusto a Liang, en el viaje buscamos comida china en todas las ciudades a las que fuimos. Yo siempre terminaba comiendo el plato más occidental del menú. Aun así, decía Liang que no me preocupara, que nunca era auténtica, sino una mezcla de la sazón del lugar, con la gastronomía cantonesa o mandarina, según el caso. En todos los restaurantes yo hacía mi broma, y en todos recibía un puñetazo en el hombro. Liang no se tomaba a pecho los chistes racistas. De hecho, me llamaba Narco y me preguntaba a cuánto vendía la coca. Xavier sí era más sentido que un bolero: yo le decía que era igualito a una artesanía azteca y me costaba trabajo para que dejara de hacer mala cara el resto del día.

Ling se sonó la garganta sin quitarnos los ojos. No sé chino, pero sé cuándo alguien no me deja parar de la mesa hasta que termine de comer. Supongo que es parte de la cultura aceptar todo lo que te sirvan: papitas con chile, un plato de carne misteriosa, una sopa de vidrio molido… comerlo y decir alguna frase de agradecimiento después de cada bocado. Ya estaba pensando en ponerme de pie y salir del funeral, así terminara desmembrado y servido en el plato fuerte, cuando Ling nos hizo una seña con las manos, como si hubiera olvidado algo. Tomó nuestros platos y se fue a la cocina. Respiré hondo.

La gente se servía, iba hasta donde Liang, ponían los platos sobre el ataúd, hacían una venia y se sentaban a comer. Cuando pasaron todos, Ling salió de la cocina con los nuestros e hizo lo mismo.

–¿No notaste algo raro, cabrón?– preguntó Xavier.

–Pues… todo en particular, ¿por?

–No mames… el rojo. Ling tenía una pulsera roja en la muñeca. Lo vi cuando nos recogió los platos.

–¿De qué estás hablando?

Ling se acercó y nos sirvió de nuevo. Ahora el plato estaba adornado con otro ingrediente: un manojo de fibras negras, delgadas, alargadas y babosas, como… pelos cocidos.

Me eché hacia atrás y miré a Ling. Por primera vez sonrió.

“Guotáollanlaiáo”, pareció decir con sus ojitos rasgados, afable.

Algo andaba mal, muy mal.

–Güey… eso es… esos son…

–Esos son cuentos chinos, Cuate: ellos no se comen entre ellos…

–¡¿Y cómo estás tan seguro, pendejo?!

No lo estaba. Tenía la espalda hecha una catarata de sudor. No sé si era asco, rabia o espanto lo que sentía, pero no me podía mover. Ling subió las cejas y dejó de sonreír. Se puso de pie como un resorte y le dio un puñetazo a la mesa.

Sí: tenía una pulsera roja, que se ocultó bajo la manga negra de su vestido, como una garra felina que se guarda con sutileza.

Todos los chinos voltearon a mirar. Dejaron de hacer lo que estaban haciendo y se quedaron duros e inexpresivos como guerreros de terracota. Xavier tomó los palillos y se demoró cuatro mil años en dejar de temblar y coger un pedazo de carne oscura y húmeda, que se metió a la boca y masticó.

Una erupción de vómito amenazaba mi laringe. No me podía mover. Entonces Ling me miró y me ensartó en la pared con la mirada.

–Son hongos, güey… portobellos…– balbuceó Xavier, al borde del llanto.

–¿En serio…?

–Son verduras, no hay carne por ningún lado…

–¿Y los… lo otro negro de arriba?

Xavier se llevó otro bocado a sus labios sin limpiar y masticó despacio.

–Algas, sabe a algas... Como a las del Sushi…

Ling se sentó y los chinos siguieron en lo suyo.

Sushi…– murmuró ella, con burla.

Comí un poco y confirmé lo que me dijo el Cuate. Era un plato vegetariano. No era lo último en guarachas, pues... pero no estaba mal. Ling nos señaló la botellita de chile con amabilidad. Nos servimos tímidamente y seguimos comiendo el plato ahora frío.

El gong sonó otra vez. Ella resopló, como cuando nos ganaba en sus juegos de cartas y se fue de la mesa.

Todos se pusieron de pie y nosotros también, como cuando uno está pensando en los huevos del gallo en misa, todos se paran y uno los sigue por inercia. Entró un monje de cabeza rapada y túnica naranja; arrugado y lento como una tortuga centenaria. Lo acompañaban algunos familiares viejos de Liang. El viejo sacó un collar de cuentas, como una camándula gigante, se inclinó y empezó a rezar. Los demás, incluyendo a Ling, se acercaban al altar de incienso y quemaban billetes: dólares, yuanes, pesos argentinos… Cada quien verá cómo se gasta lo suyo.

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