Cuando hablamos de literatura, afirmar que
pocos leen y pocos escriben en Colombia es una triste obviedad. Sin embargo, preguntarse
acerca de para qué leen los que leen
y para qué escriben los que escriben es
una cuestión que va más allá de preguntarse por las causas que explican los
bajos índices de lectura y los pocos libros publicados: cuestionar el sentido
de leer y escribir podría ofrecer claves para mejorar la experiencia de
consumir ficciones y producirlas; y, quién sabe, también aumentar los números.
Al
considerar las estadísticas del DANE y del método estadístico como tal para
determinar los niveles de lectura en un país, guardo mis reservas. ¿Cómo se
adquieren esos datos? ¿Encuestan a la gente en las librerías al azar? Y en ese
caso, ¿a quiénes? ¿Intervienen tabletas? ¿Espían a los lectores mientras pasan
las páginas antes de dormir? Sin importar cómo lo hacen, cada año arrojan
resultados concluyentes: una estadística de consumo cultural del 2014 –la del
2015 aún no está disponible–, afirma que un poco más de la población colombiana
(51,6%) dijo no haber leído durante ese período, que la cantidad de libros leídos
por parte de quienes sí lo hicieron osciló entre uno y cinco (sin especificar
la materia, el número de páginas o sus objetivos al leerlos) y que el promedio
por persona fue de 4,2.
Comprendo la dificultad de emprender una tarea semejante,
pero me mantengo escéptico en cuanto a tales cifras. En efecto, conozco gente
que no lee ni un libro al año –diríase que por convicción–, así como a quienes
leen dos a fuerza de lidia, pero también conozco a quienes pasan de cien, y que
leerían más si no tuvieran que dormir, salir de sus casas y vivir como gente
normal. No obstante, partamos de que no estoy al tanto de la forma en que llegan
a esas conclusiones, pensemos que la estadística del DANE es acertada, y, que en
esa medida, los colombianos leemos cuatro-libros-punto-dos. ¿Qué hacemos con
eso? Ahondar en el por qué detrás de
esos números traerá a colación las excusas de siempre: los libros están muy
caros (así los compren, pero ni siquiera les abran el empaque termosellado… o,
mucho peor: que ni siquiera los busquen en las bibliotecas), la gente no tiene
tiempo, y el poco que tienen prefieren destinarlo a actividades más
interesantes como ir al gimnasio, salir de rumba o ver televisión. Entonces los
escritores seguirán quejándose de que estamos en una crisis del libro, que la
literatura es una quijotada absurda, que todo está perdido porque nadie va a
sus lanzamientos. Para no patinar en ese círculo vicioso, yo comenzaría por
preguntarme, ese supuesto 48,4% de gente que lee, ¿para qué lee?
Dejemos a un lado a quienes tienen que hacerlo por exigencias
académicas: el libro que hay que leer para el examen de esa materia absurda del
pensum de pregrado, o ese que hay que leerse entero para una sola referencia de
la tesis. Tampoco hablemos de los lectores que fingen erudición para tener de
qué hablar en sus talleres literarios. Mi pregunta va para los que abren un
libro en un congestionado vagón del metro, en una fila de banco en día de
quincena o a escondidas en la oficina, porque de verdad lo disfrutan. Si uno
fuera de esos que no le encuentran sentido a lo que hace esa especie de
cofradía –a veces arrogante, y en vías de extinción–, me preguntaría, con
curiosidad científica: ¿qué encuentran ahí? Un lector dirá que se entretiene, y
que esa es tal vez la principal razón. Pero eso que hace que vaya y lea va más
allá del mero entretenimiento. Hay quienes pasan un buen rato poniéndose al día
con la temporada en curso de Walking Dead,
y que no perdonan su dosis de literatura diaria. Puede que tengan una búsqueda
personal, y atinen con una oportunidad de encuentro; una pauta para guiarse en
el caos de la vida, o la forma de interpretar lo vivido. Quizás una forma de
construir la identidad. Puede que estén descontentos con la realidad que los
rodea, o la que cargan a todas partes y buscan zambullirse en otra. Es un
asunto individual, y cada quien tiene sus razones, pero siempre es una
necesidad, a veces tan fuerte como para leerse una saga de largos volúmenes en
PDF, frente a el incómodo brillo del monitor, o sin preocuparse por un
desprendimiento de córnea por leer en el bus en hora pico, o arriesgar la vida
como los personajes curiosos de Farenheit
451, 1984 o de los países
totalitarios del mundo actual. ¿En qué consiste ese fruto del árbol del bien y
el mal, que podría convertir en lector a alguien sin inquietudes conscientes,
sin preguntas sin resolver… muy ocupado en pasar al siguiente nivel en Candy Crush? ¿Esa necesidad podría
contagiarse? ¿Podría transmitirse? ¿Esa experiencia podría despertarse en
alguien?
Yo me inclino a creerlo, pero estoy absolutamente convencido
de que no es un asunto exclusivo de los profesores de literatura, de los
departamentos de mercadeo de las editoriales o de los promotores de lectura en
las bibliotecas públicas. La tarea debería recaer sobre todo en los escritores,
en los creadores de contenido. Esa sed de ficciones para tejer la realidad, tan
primitiva y humana, que empezó como un ritual en torno al fuego después de cazar,
sembrar o recolectar en las sociedades de antaño, debería ser propiciada y
satisfecha por esos sujetos. Si hay buenos libros, habrá buenos lectores; y si
hay buenos lectores, los escritores tendrán más incentivos para darle
continuidad al ciclo. Es un asunto de –sana– oferta y demanda.
Ahora,
aquí en Colombia se escribe, sin duda; pero las estadísticas también despiertan
cuestionamientos: los libros que se escriben se cuantifican por su publicación
y registro ante la Cámara Colombiana del Libro, y no toda la literatura que se
escribe puede identificarse a partir de un código ISBN: puede colgarse en un
blog, autopublicarse, o guardarse bajo llave y después de muchos años ver la
luz del público… o del fuego. Pero se escribe. Durante el 2014 –tampoco está
disponible la información del año pasado– se registraron 16.030 títulos, y de
ellos, 1334 de literatura (infantil, juvenil y para adultos).
Pero mi pregunta a los que escribieron esos 1334 libros no es
por qué escriben, pues recibiría las
mismas respuestas de cajón, repetidas hasta el tedio, que dan los autores en
las entrevistas, con tono postizo: “para que me quieran”, “es el centro de mi
vida”, “es mi grato vicio solitario”, “hay cosas que sólo se entienden cuando
se escriben”, “para ser”, “porque
quiero ser/decir lo que no soy/digo”, “para no volverme loco”, “sólo sirvo para
esto”… Mi pregunta es para qué, y
pregunto por el sentido de llenar bibliotecas hasta hacerlas bostezar. Como
decía Fontanarrosa en Puto el que lee
esto, tal vez la respuesta tenga que ver más con la persecución de otros
fines:
Hay millones de
libros en los estantes, es increíble la cantidad alucinante de pelotudos que
escriben hoy por hoy en el mundo y que se suman a los que ya han escrito y
escribirán. Y los que han muerto, los cementerios están repletos de literatos.
No se contentan con haber saturado sus épocas con sus cuentos, ensayos y
novelas, no. Todos aspiraron a la posteridad, todos querían la gloria
inmortal, todos nos dejaron los millones de libros repulsivos, polvorientos,
descuajeringados, rotosos, encuadernados en telas apolilladas, con punteras de
cuero, que aún joden y joden en los estantes de las librerías[1].
El problema aparece entonces cuando
la falta de sentido se refleja en las ficciones de los mismos escritores de
siempre, que acaparan todo el estante de novedades en la librería; y los
lectores –de siempre– les compran sus libros porque ellos, y siempre ellos,
fueron reseñados en Arcadia, El Malpensante, Semana o Generación, porque tal
autor fue invitado al Hay Festival de este año, “y hay que leerlo para estar al
día”. Porque es lo que hay, y nos acostumbramos a eso. ¿Qué encuentra en esos
libros, que otros le venden como auténtica literatura, el lector joven que
quiere dejar quieto a Harry Potter, a
Stieg Larsson, que ya se consumió la saga de Canción de fuego y hielo? O, peor aún, ¿qué encuentra ahí el que
definitivamente no lee? Pues la importantísima historia de la familia del
autor, la historia del ilustre padre fallecido, o la de por qué odio a mi mamá
por haberme traído al mundo, y más narraciones por el estilo, en fino lenguaje
literario, que, años después, terminarán en las listas de lectura obligatoria
en los colegios, y que los estudiantes perezosos no leerán, porque buscarán los
resúmenes en Wikipedia, Taringa! o El rincón del vago (o sus equivalentes futuros)… y, ansiosos por
terminar de leer esas malas sinopsis, correrán a ver el capítulo nuevo de la
serie de turno (o lo que sea que les dé por hacer en el futuro).
Un autor que no ahonda en el sentido
de la ficción, que insiste en escribir “novelas” basadas en la vida real, que
mira a la escritura creativa por encima del hombro, preocupado únicamente por llegar
él solo a sus placeres narrativos, es difícil que escriba con el propósito
sincero del contador de historias; de ese que enciende una mecha en nosotros y
nos manda a buscar, a encontrarle siete patas al gato, cuyo libro descansa en
la repisa de favoritos, subrayado y sin polvo, porque se ha vuelto un signo de
admiración en nuestras vidas.
Los escritores no han comprendido que si tienen un público
cultivado, atento, crítico, mejoran como una orquesta que está en presencia de
gente que sabe echar buen paso. Pero el placer que sentirá ese público se
cultiva, y por ahí se empieza, y cuando sucede, uno sigue con el mismo par de
zapatos rotos, no ha comprado ropa en años, ha dejado de ir al dentista, pero a
cambio ha construido una maravillosa biblioteca. Eso es magia, uno pide eso.
¿Para qué escribir? Esa es una pregunta que se debería hacer
cada escritor, y en diferentes momentos de su vida. Nunca debe darla por
respondida. Y en medio de esa búsqueda, despertarle al lector otra, acerca de
por qué se moja bajo la lluvia pues se gastó la plata del taxi por comprar un
libro. En una época como esta, de distracciones por donde uno pase los ojos,
todas para evitar el contacto con uno mismo, de cerebros lavados en masa, en la
que manifestar abiertamente lo que se piensa es la mejor receta para ganar enemigos
y problemas, leer y escribir son auténticos actos de resistencia. Adquirir la
iniciativa para hacerlo sólo se logra cuando se le encuentra un verdadero
sentido; y, por supuesto, cuando han estimulado en uno esa búsqueda, porque
esas experiencias se incentivan.
Santiago Hoyos, 2016
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