¿Para quién es divertida la casa encantada? Quizá para los amantes. Para Ambrose es un lugar de miedo y confusión. Ha ido al mar con su familia a pasar el día de fiesta, la ocasión de su visita es el día de la Independencia, la festividad civil más importante de los Estados Unidos de América. Una línea recta y única subrayando es la señal de itálicas en el manuscrito, que a su vez es el equivalente impreso del énfasis oral de palabras y frases además de ser lo habitual para títulos de obras completas. En obras de literatura las itálicas también se usan sobre todo para las voces “externas”, intrusas, o artificiales, tales como anuncios de radio, el texto de telegramas y artículos de periódico, etcétera.
Deben usarse con moderación. Si al repetir se ponen en itálicas pasajes que
originalmente estaban en tipo romano es costumbre dar cuenta de ello: itálicas mías.
Ambrose estaba “en la edad del pavo”, si
se descuidaba le salía la voz como la de un niño; para estar seguro de que eso
no le ocurría, hablaba con gravedad
deliberadamente calmosa y adulta.
Hablar sobriamente de cuestiones sin
importancia y escuchar conscientemente el sonido de la propia voz son
costumbres útiles para mantener el control en este difícil intervalo. De camino
a Ocean City, iba sentado en el asiento trasero del coche familiar con su
hermano, de quince años y Magda G……, de catorce, una niña guapa y exquisita
damisela que vivía cerca de ellos en la calle B……, en la ciudad de C……,
Maryland. A menudo se utilizaron iniciales y espacios en blanco o ambos
recursos para sustituir nombres propios en la literatura del siglo XIX para dar
más fuerza a la ilusión de realidad. Es como si el autor creyera necesario
borrar los nombres por razones de tacto o de responsabilidad legal. Cosa
interesante, como con otros aspectos del realismo, es una ilusión lo que se está produciendo, por medios puramente
artificiales. ¿Podría ser?, ¿viola las leyes de la verosimilitud que un
muchacho de trece años pueda hacer tan sofisticada observación? Una muchacha de
catorce años es psicológicamente coetánea
de un muchacho de quince o dieciséis y un muchacho de trece, por lo tanto,
incluso uno precoz en otros aspectos, puede ser tres años menor emocionalmente.
Tres veces al año, el día de los caídos,
el de la Independencia y el 1° de mayo, la familia va a Ocean City a pasar la
tarde. Cuando el padre de Ambrose y de Peter tenía su edad, la excursión se
hacía en tren, como se menciona en la novela The 42nd Parallel de John Dos Passos. Muchas familias del mismo
vecindario solían hacer el viaje juntas, con los parientes a su cargo y a
menudo con criados negros. En todos los vagones pululaban colegiales, todo el
mundo compartía el pollo frito de Maryland con todo el mundo, el jamón de
Virginia, los huevos rellenos, la ensalada de patatas, las galletas, el té
helado. Hoy en día (es decir, en 19……, año de nuestra historia), se hace el
viaje en coche, más rápida y cómodamente, pero sin la diversión, sin la
camaradería de la excursión colectiva. Todo esto es parte del deterioro de la
vida americana, declara su padre. El tío Karl supone que cuando los chicos
lleven a sus familias a Ocean City para las fiestas irán en autogiro. A su
madre, sentada en medio del asiento delantero como Magda en el trasero, sólo
que con los brazos en el respaldo del asiento, sobre los hombros de los
hombres, no le gustaría que volvieran los viejos tiempos otra vez, los trenes
de vapor y los incómodos vestidos largos; por otro lado, también puede pasarse
por los autogiros, si tiene que ser abuela para subir a uno.
Uno de los varios cientos de métodos de
caracterización habituales utilizados por escritores de novelas es la
descripción de la apariencia física y los manierismos. También es importante “mantener
los sentidos en funcionamiento”; cuando se “cruza” un detalle de uno de los
cinco sentidos, pongamos el visual, con un detalle de otro, pongamos el
auditivo, se orienta la imaginación del lector a la escena, quizás
inconscientemente. Se puede comparar este procedimiento en la manera en que
geólogos y navegantes determinan sus posiciones mediante dos o más lecturas de
la brújula, procedimiento conocido como triangulación. El vello castaño del
brazo de la madre de Ambrose brillaba al sol como… Aunque fuera diestra, quitó
el brazo izquierdo del respaldo del asiento, para apretar el encendedor de la
guantera para el tío Karl. Cuando se encendió una lucecita roja en el extremo
del encendedor ya estaba listo para ser utilizado. El olor del humo del cigarro
del tío Karl recordaba a…
La fragancia del océano llegaba con
fuerza al campo donde siempre se paraban a comer, dos millas hacia el interior
de Ocean City. Cuando eran más pequeños, a Peter y Ambrose se les hacía difícil
tener que parar toda una hora cuando ya casi se oían las olas; incluso con la
edad que tenían ahora no era difícil que su anticipación, estimulada por la espuma salobre, se convirtiera en mal genio. El
autor irlandés James Joyce, en su curiosa novela titulada Ulyses, que ya se encuentra en las librerías de este país, utiliza
los adjetivos verde moco y tensa-escrotos para describir el mar.
Visual, auditivo, táctil, olfativo, gustatorio. El padre de Peter y Ambrose,
mientras con una mano conducía el sedán Lasalle 1936 negro, con la otra podía
sacar el primer cigarrillo de un paquete blanco de Lucky Strike y, lo que es
más admirable, encenderlo con una cerilla que separaba el librillo con el dedo
índice y rascaba contra el papel de pedernal con el pulgar, sin desprenderla.
Las tapas del librillo de las cerillas
anuncian alegremente bonos de guerra americanos y sellos. Una buena metáfora,
símil, u otra figura retórica, además de su relación obvia, “de primer orden”,
con lo que describe, tiene, se verá si se para uno a pensar, un segundo orden de
significado: se puede deducir del entorno de la acción, por ejemplo, o ser
particularmente apropiado a la sensibilidad del narrador, incluso insinuando al
lector cosas de las que el narrador no es consciente; o puede aclarar con más
matices y más sutiles lo que describe, a veces calificando irónicamente el
sentido más evidente de la comparación.
Decir que la madre de Ambrose y Peter es
guapa no es decir nada; el lector
puede aceptar la proposición, pero su imaginación no se pone en marcha. Además,
Magda también era guapa, pero de una forma completamente distinta. Aunque vivía
en la calle B……, tenía muy buenos modales y en el colegio sacaba buenas notas.
Estaba bien desarrollada para su edad. Tenía la mano derecha descuidadamente
apoyada sobre la mullida tapicería del asiento, muy cerca de la pierna
izquierda de Ambrose, sobre la que él reposaba su propia mano. La separación
entre sus piernas, entre la derecha de ella y la izquierda de él, no estaba en
el campo de visión de nadie que estuviera sentado a la derecha de Magda ni de
nadie que mirara por el retrovisor. El tío Karl tenía la cara parecida a la de
Peter, más bien viceversa. Ambos tenían los ojos y el pelo oscuros, eran bajos
y fornidos, tenían la voz grave. La mano izquierda de Magda probablemente estaba
en una postura parecida en el lado izquierdo. El padre de los chicos es difícil
de describir; no tenía ningún rasgo sobresaliente ni en su apariencia ni en su
comportamiento. Llevaba gafas y era director de un colegio en el condado de T……
El tío Karl era contratista de obras.
Aunque Peter tenía que saber tan bien
como Ambrose que éste, por su posición en el coche, sería el primero en ver las
torres de la central eléctrica de V……, el punto a mitad del camino, se inclinó
hacia adelante y ligeramente hacia el centro del coche haciendo ver que las
estaba buscando entre los bosques de pinos y los riachuelos Tuckahoe a los
lados de la carretera. Desde siempre que recordasen los chicos, “buscar las
torres” era la característica de la primera mitad de sus excursiones a Ocean
City, y “buscar el surtidor de agua” de la segunda. Aunque era un juego
infantil, su madre conservaba la tradición de premiar al primero que viera las
Torres con una barra de caramelo o un trozo de fruta. Ahora insistía en que
Magda también jugara; el premio, decía, era “algo difícil de conseguir en estos
tiempos”. Ambrose decidió no participar; se recostó en el asiento. Magda se
inclinó hacia adelante como Peter. A través de los hombros de su vestido de
verano se distinguían dos pares de tirantes; el interior derecho, un tirante de
sostén estaba sujeto o acortado con un imperdible. El sobaco derecho de su
vestido, presumiblemente el izquierdo también, estaba húmedo, mojado de sudor.
La simple estrategia para ser el primero en vislumbrar las Torres que Ambrose
había descubierto a los cuatro años, era sentarse en el lado derecho del coche.
El que se sentaba allí, sin embargo, también tenía que soportar más sol, y así,
Ambrose, sin mencionar la cuestión, unas veces escogía uno otras el otro. Podía
ser que Peter nunca se hubiera dado cuenta del truco o que pensara que su
hermano no se había dado cuenta simplemente porque Ambrose en algunas ocasiones
prefería la sombra a un Baby Ruth o una mandarina.
La situación de sol y sombra no se daba
en el asiento delantero debido al parabrisas; en todo caso, el conductor tenía
más sol porque la persona del lado del pasajero no sólo tenía la sombra de la
puerta y del guardabarros sino que podía bajar la visera del todo.
“¿Son esas?”, preguntó Magda. La madre
de Ambrose se burló de los chicos por dejar que ganara Magda, insinuando que
“algunos estaban en las nubes”. El padre de Peter y Ambrose alargó un brazo
largo y delgado por delante de la madre de los chicos para apagar el cigarrillo
en el cenicero del salpicadero, debajo del encendedor. Esta vez el premio por
ver las Torres primero era un plátano. La madre lo concedió después de regañar
a su padre por desperdiciar un cigarrillo a medio fumar cuando todo escaseaba.
Magda, para coger su premio, retiró la mano de tan cerca de Ambrose que podía
haberlo tocado como accidentalmente. Ella se ofreció a compartir el premio,
esas cosas eran tan difíciles de conseguir; pero todo el mundo insistió en que
era sólo suyo. La madre de Ambrose cantó un pareado de iámbicos de una canción
popular, femeninamente rimada:
Lo
bueno está en la armada;
lo que quede no me hará nada.
El tío Karl sacudía la ceniza de su
cigarro por la ventanilla de ventilación. La estela aspiraba algunas partículas
que volvían a entrar en el coche por la ventanilla trasera del lado del
conductor. Magda demostraba su habilidad para sostener un plátano con una mano
y pelarlo con los dientes. Seguía sentada hacia adelante; Ambrose se subió las
gafas sobre el puente de la nariz con la mano izquierda, que luego dejó caer
negligentemente sobre el asiento, inmediatamente detrás de ella, incluso le
permitió que su único pelo, dorado, sobre la segunda articulación de su pulgar,
rozara la tela de su falda. Si ella se hubiera echado hacia atrás en aquel
momento le hubiera pillado la mano.
La mullida tapicería pica a través de
los pantalones de gabardina y molesta con el sol de julio. La función del principio de una historia es presentar a
los personajes principales, establecer sus relaciones iniciales, preparar la
escena para la acción principal, explicar los antecedentes si fuera necesario,
situar motivos y presagios donde haga falta, e intentar la primera
complicación, o lo que sea, de la “acción ascendente”. Pues bien, si uno
imagina una historia llamada “La casa encantada” o “Perdido en la casa
encantada”, los detalles del trayecto en coche hasta Ocean City no parecen
particularmente relevantes. El principio
debería relatar los acontecimientos desde que Ambrose vio por primera vez “la
casa encantada” al comienzo de la tarde hasta cuando entró con Magda y Peter al
final de la tarde. El centro debiera
narrar todos los acontecimientos importantes desde el momento en que entra
hasta el momento en que se pierde; los centros tienen la doble y contradictoria
función de retrasar el clímax, mientras al mismo tiempo preparan al lector y lo
llevan hasta él. Luego el final debería contar lo que hace Ambrose cuando está
perdido, cómo logra salir finalmente, y cómo interpreta cada uno la
experiencia. Hasta ahora no ha habido diálogo verdadero, muy pocos detalles
sensoriales, y nada parecido a un tema y
ya ha pasado un buen rato sin que suceda nada. Uno se hace preguntas. Todavía
no hemos llegado a Ocean City: nunca saldremos de la casa encantada.
Cuanto más de cerca se identifica un
autor con el narrador, literal o metafóricamente, menos aconsejable es, por
norma, utilizar el punto de vista narrativo de la primera persona. Una vez tres
años atrás los jóvenes mencionados
anteriormente jugaban a esclavos y amos en el patio de la casa. Cuando le
tocaba a Ambrose ser amo y a ellos esclavos, Peter tuvo que irse a repartir los
periódicos de la tarde. Ambrose tenía miedo de castigar a Magda sola pero ella
lo llevó a la cámara de torturas encalada
que había entre el cobertizo de la leña y el excusado en los cuartos de los
esclavos; allí se arrodilló sudando entre rastrillos de bambú y frascos de
conservas polvorientos, le abrazó las rodillas suplicante, y, mientras las
abejas zumbaban en la celosía como en una tarde de verano cualquiera, compró
clemencia a un precio sorprendente que ella misma fijó. Sin duda no recordaba
nada de este suceso; Ambrose, en cambio, parecía incapaz de olvidar el mínimo
detalle de su vida. Recordaba incluso cómo, de pie a su lado con alucinada
impersonalidad, bañado en calor, se había quedado mirando una caja de puros
vacía en la que el tío Karl guardaba cinceles de tallar piedra: debajo de las
palabras El producto una señora con
laureles y una amplia toga contemplaba el mar desde un banco de mármol; a su
lado, olvidada o aún sin usar, había una lira de cinco cuerdas. Tenía la
barbilla apoyada en el dorso de su mano derecha y la izquierda pendía
negligentemente del brazo del banco. La mitad inferior de la escena y de la
señora estaba arrancada; allí estaban las palabras EXAMINADO POR marcadas en tinta sobre la madera. Hoy en día, las
cajas de puros están hechas de cartón. Ambrose se preguntaba lo que haría Magda
cuando se echara hacia atrás y se sentara sobre su mano, como resolvió que
haría. Enfadarse. Meterse con él. No hacer caso. Por un buen rato estuvo
inclinada hacia adelante jugando a las vacas con Peter contra el tío Karl y
Madre y buscando las primeras señales de Ocean City. Casi en el mismo instante
aparecieron de repente el terreno de picnic y el surtidor de agua de Ocean
City. Por culpa de una estación de servicio Amoco a un lado de la carretera,
Madre y el tío Karl perdieron cincuenta vacas y el juego; Magda dio un respingo
hacia atrás dando una palmada en el brazo derecho de Madre; Ambrose se apartó
en el instante preciso. A este paso,
nuestro héroe, a este paso nuestro protagonista, se quedará en la casa
encantada para siempre. La narrativa normalmente consiste en alternar
dramatización y resumen. Un síntoma de tensión nerviosa es, paradójicamente,
bostezar repetidamente y violentamente; ni Peter ni Magda ni tío Karl ni Madre
reaccionaron de esta manera. Aunque ya no eran pequeños, Peter y Ambrose
recibieron un dólar cada uno para gastárselo en los tenderetes de la feria
además de su propio dinero. Magda también, aunque protestó que tenía dinero de
sobra. La madre de los chicos hizo una pequeña escena de la distribución de los
billetes; hacía como que sus hijos y Magda eran pequeños y les advirtió que no
gastaran el dinero demasiado rápido o en un solo sitio. Magda prometió con una
risa alegre y, teniendo las dos manos libres, cogió el billete con la
izquierda. Peter también rió y con voz de falsete prometió ser un buen chico.
Su imitación de un niño no era muy buena. El padre de los chicos era alto y
delgado, calveaba, y era de tez pálida.
Las afirmaciones de este tipo no son
efectivas; el lector puede admitir la proposición, sin embargo. Deberíamos
estar mucho más adelante de lo que estamos; algo ha fallado; muy poco de toda
esta paja preliminar parece relevante. Sin embargo, todo el mundo empieza en el
mismo sitio, ¿cómo es que la mayoría sigue su camino sin dificultad y unos
pocos se pierden?
—No os metáis debajo del entarimado—
gruñó el tío Karl por un lado de la boca.
La madre de los chicos le dio un empujón
en el hombro fingiendo enfadarse.
Estaban todos frente a Fat May, la Mujer carcajeante que anunciaba la Casa
encantada. Fat May era mayor que una mujer de verdad y se sacudía
mecánicamente, se balanceaba sobre sus talones, se daba palmadas en los muslos
mientras una risa grabada (escandalosa, de hembra) salía de un altavoz
escondido. Se ahogaba con la risa, resollaba, lloraba, intentaba en vano
recuperar el aliento; disimulaba, gemía, de nuevo explotaba, estridente. No se
podía escuchar sin uno echarse a reír también, se sintiera uno como se
sintiera. Padre volvió de hablar con un guardacostas de servicio e informó que
la espuma estaba sucia por el petróleo de unos cargueros que habían torpedeado
hacía poco mar adentro. Las manchas de petróleo, difíciles de quitar, marcaban
las líneas de la marea en la playa con alquitrán y se pegaban de los nadadores.
Muchos se bañaban a pesar de todo y salían manchados; otros pagaban para usar
la piscina municipal y en la playa sólo tomaban el sol. Nosotros haríamos esto
último.
Debajo del paseo de tablas que bordeaba
la playa, librillos de cerillas, otras cosas granuladas. ¿Cuál es el tema de la
historia? Ambrose se encuentra mal. En los pasajes oscuros transpira; manzanas
cubiertas de caramelo, deliciosas a la vista, decepcionantes al comerlas. Las
casas encantadas necesitan servicios de señoras y de caballeros a intervalos.
Otros quizás hayan vomitado en rincones y pasillos, incluso pueden haber hecho
sus necesidades que en la oscuridad muy bien podrías pisar. La palabra fuck sugiere succión y/o flatulencia.
Madre y Padre; abuelas y abuelos por ambas partes; bisabuelos y bisabuelas por
los cuatro lados; etcétera. Cuenta treinta años por generación; aproximadamente
en el año en que Carlos I le entregaba a Lord Baltimore la Carta de la
providencia de Maryland, quinientas doce mujeres (inglesas, galas, bávaras,
suizas, de todas clases y caracteres) recibieron dentro de ellas los penes, los
órganos penetrantes de quinientos doce hombres, ídem, en todas las
circunstancias y posturas, para concebir quinientos doce antepasados de los
doscientos cincuenta y seis antepasados de los etcétera etcétera etcétera
etcétera etcétera etcétera etcétera etcétera del autor, del narrador de esta
historia, Perdido en la casa encantada.
En callejones, en cunetas, en camas con baldaquín, bosques de pinos, suites nupciales, cabinas de barcos,
coches-de-caballos, coches de caballo, en sofocantes cobertizos; en la fría
arena de debajo de la tarima del paseo, sucia de puntas de puros El producto, rica de colillas de Lucky
Strike, tapones de Coca-Cola, mojones arenosos, palitos de cartón de los
caramelos, tapas de librillos de cerillas advirtiendo que una palabra de más
puede hundir un barco, A slip of the lip
Can Sink a Ship. El susurro salivoso, continuo como el mar que envuelve el
globo, sube y baja como la marea con el circuito del alba y el crepúsculo. Los
dientes de Magda. Sí que era zurda. Transpiración. Ya la han recorrido toda, la
han atravesado, Magda y Peter, llevan esperando horas con Madre y el tío Karl
mientras Padre va a la búsqueda de su hijo perdido; sacan patatas fritas de un
cucurucho de papel y sacuden la cabeza. Les han puesto nombre a los niños que
un día tendrán y traerán a Ocean City en las fiestas. ¿Se pueden considerar los
espermatozoides animálculos machos cuando no hay espermatozoides hembras?
Atraviesan a tientas sinuosidades calurosas y oscuras, más allá de los temibles
obstáculos del Túnel del Amor. Alguno a lo mejor se pierde.
Peter sugirió en ese mismo momento que
fueran a la casa encantada. Él ya había estado antes, y Magda también, Ambrose
no, y sugirió, forzando la voz por culpa de Fat May, que primero fueran a
nadar. Todos estaban riendo, no podían evitarlo. El padre de Ambrose, el padre
de Ambrose y de Peter apareció con una sonrisa de lunático y dos paquetes de
palomitas de maíz cubiertas de jarabe, uno para Madre y otro para Magda; los
hombres tenían que espabilarse. Ambrose andaba a la derecha de Magda; como era
zurda, llevaba el paquete en la izquierda. Más adelante se invirtió la
situación.
—¿Por qué cojeas? — le preguntó Magda a
Ambrose. Con voz ronca dijo que se le había dormido una pierna en el coche.
Ella mostró sus dientes brillantes—. ¿Hormigueo?
Era la madreselva enredada en la celosía
del antiguo excusado lo que atraía a las abejas. Imagínate cómo debe ser que te
piquen ahí. ¿Cuánto va a durar esto?
Los adultos decidieron abandonar la
piscina, pero el tío Karl insistía en que se pusieran los trajes de baño y
fueran a la playa. “Quiere ver a las chicas”, bromeó Peter y se escondió detrás
de Magda de la ira que fingía el tío Karl. “Tiene todas las chicas que quiera,
aquí”, declaró Magda, y Madre dijo: “Eso es una verdad como un templo”. Magda
riñó a Peter, que metía la mano en su paquete de palomitas por encima de su
hombro: “Tu hermano y tu padre no van a comer”. El tío Karl se preguntaba si
aquella noche habría fuegos artificiales, por la escasez. No era la escasez,
contestó el Sr. M……, Ocean City tenía fuegos artificiales de antes de la
guerra. Pero era demasiado peligroso, pensaba alguna gente, por culpa de los
submarinos enemigos.
“Sin fuegos artificiales no parece un
Cuatro de Julio”, dijo el tío Karl. Al escribir diálogos, las comillas todavía
se consideran permisibles con nombres propios o epítetos, pero quedan pasadas
de moda con pronombres. “Muy pronto las volveremos a tener”, predijo el tío
Karl. Su madre declaró que podían pasar sin fuegos artificiales: le recordaban
demasiado a los reales. El padre de los chicos dijo que razón de más para ver
unos pocos de vez en cuando. El tío Karl preguntó retóricamente quién necesitaba que le recordaran nada, no hay más
que mirar la cara y el pelo de la gente.
—El petróleo, sí— dijo la señora M……
Ambrose tenía dolor de estómago y no se
bañó pero se divirtió viendo nadar a los demás. Él su padre se ponían rojos
enseguida con el sol. Magda tenía un cuerpo excesivamente desarrollado para su
edad.
Ella tampoco quiso bañarse y se puso
furiosa, y se enfadó cuando Peter intentó arrastrarla al agua. Siempre se
bañaba, insistía él; ¿por qué no quería bañarse? ¿Para qué se venía a Ocean
City?
—A lo mejor quiero estar aquí tumbada
con Ambrose— bromeó Magda.
A nadie le gustan los pedantes.
“Ajá”, dijo Madre. Peter agarró a Magda
de un tobillo y le ordenó a Ambrose que cogiera el otro. Ella chilló y rodó
sobre la toalla. Ambrose hizo ver que ayudaba a sujetarla. Estaba más morena
incluso que Madre o Peter. “¡Ayuda, tío Karl!”, gritó Peter. El tío Karl fue a
coger el otro tobillo. Por dentro de la parte superior de su traje de baño se
veía la línea donde se acababa el moreno, y cuando encogió los hombros y volvió
a chillar, se vio el borde color castaño de un pezón.
Madre les hizo comportarse. “Tú al menos
deberías saber”, le dijo al tío Karl. Maliciosamente. “Que cuando una dama dice
que no tiene ganas de bañarse, un caballero no hace preguntas”. El tío Karl
dijo perdonadlo; Madre le guiñó un ojo a Magda; Ambrose se puso colorado; el
estúpido de Peter seguía diciendo “qué
narices ganas” y tirando del tobillo a Magda; entonces hasta él lo entendió
y salió corriendo al agua dando un alarido.
“Por Dios”, dijo Magda, fingiendo,
simulando exasperación. Los saltos del trampolín serían un buen símbolo
literario. Para saltar del trampolín alto había que ponerse en una cola que
había a lo largo de la piscina y por la escalera arriba.
Los chicos hacían cosquillas a las
chicas, se chinchaban unos a otros y gritaban a los de arriba que se dieran
prisa, o se reían de los planchazos. Una vez sobre el trampolín algunos se
pasaban un rato posando o haciendo payasadas o decidiendo cómo tirarse o
armándose de valor; otros saltaban corriendo. Sobre todo entre los más
jovencitos la idea era hacer la pose más divertida o la acrobacia más loca al
caer, cosa cada vez más difícil cuanto más se hacía. Pero ya gritaras ¡Gerónimo! ¡Sieg heil!, te cogieras la
nariz, “fueras en bicicleta”, fingieras que te disparaban, o hicieras un salto
de la carpa perfecto, a mitad de camino cambiaras de idea y acabaras sin hacer
nada, en dos segundos ya se había acabado, después de todo lo que había que
esperar. Salto, pose, al agua. Salto, olé, al agua, salto, bah, al agua.
Los mayores habían seguido; Ambrose
quería conversar con Magda; tenía un cuerpo notablemente desarrollado para su
edad; se decía que era de frotarse con una toalla turca, y había otras teorías.
A Ambrose no se le ocurría otra cosa que decir que qué bien se tiraba Peter,
que estaba haciendo una demostración en su honor. No había más que mirarles los
trajes de baño y los músculos de los brazos para saber cómo estaban
desarrollados los diferentes muchachos. Ambrose se alegraba de no haber ido a
bañarse, el agua fría te encoge de una manera. Magda fingía no estar interesada
en los saltos; probablemente pesaba tanto como él. Si conocieras la casa
encantada como tu propio dormitorio podrías esperar hasta que llegara una chica
y luego escabullirte sin que nadie te pudiera pillar, aunque su novio estuviera
allí mismo, con ella. ¡Ella pensaría que había sido él! Mejor sería ser el
novio y mostrarse ultrajado y destrozar la casa encantada.
Mostrarse, no; estarlo.
“Es un maestro de la zambullida”, dijo
Ambrose. Fingiendo admiración. “De verdad que tienes que sudar mucho para
llegar a ser tan bueno”. Qué hubiera importado,
de todos modos, si le hubiera preguntado directamente si se acordaba, o hubiera
bromeado con ello como hubiera hecho Peter.
No hay por qué seguir; esto no lleva a
ningún sitio; ni siquiera han llegado a la casa encantada. Ambrose está
despistado en alguna parte nueva o vieja del lugar que no se usa; ha llegado
hasta allí por una casualidad en un millón, como cuando el vagón de las
montañas rusas se salió de los rieles en la primera década del siglo contra
todas las leyes de la física y siguió avanzando por el paseo en la oscuridad. Y
no lo pueden localizar porque no saben dónde buscar. Hasta el diseñador y el
encargado se han olvidado de esta parte que se enrosca sobre el lado derecho
como las serpientes sobre el caduceo de Mercurio. Algunas personas quizá no se
encuentren a sí mismas hasta que pasan de los veinte, cuando se ha acabado eso
del crecimiento y las mujeres aprecian otras cosas que no sean los chistes, las
bromas y el pavoneo. Peter no tenía ni un décimo de la imaginación que tenía
él, ni un décimo. Peter hacía lo de ponerles nombres a sus hijos en broma,
inventando nombres como Alyosins y Murgatroyd, pero Ambrose sabía exactamente
cómo sería estar casado y tener tus propios niños, y ser un padre y marido
amante, e ir tranquilamente a trabajar por las mañanas y a la cama con tu mujer
por la noche y levantarte con ella allí. Con la brisa entrando por la ventana y
los pájaros cantando en los árboles bien podados. Los ojos se le llenaron de
lágrimas, no hay suficientes maneras de decir esto. Sería bastante famoso en su
línea de trabajo. Fuera o no fuera Magda su mujer, una noche cuando estuviera
forrado de sabiduría y tuviera canas en las sienes sonreiría gravemente en una
cena elegante y le recordaría su pasión de juventud. Los tiempos en que iban a
Ocean City con su familia, las fantasías
eróticas que solía tener acerca de ella. ¡Qué lejano parecía y qué
infantil! Y que tierno al mismo tiempo, ¿n’est-ce
pas? ¿Hubiera imaginado que el lo-que-fuera famoso en el mundo entero
recordaba cuántas cuerdas tenía la lira que había en el banco de al lado de la
chica de la etiqueta de la caja de puros que había estado mirando en el
cobertizo de las herramientas a los diez años, mientras ella tenía once?
Entonces ya se sentía mayor para su edad; le acariciaría el pelo y diría con su
voz más profunda y su inglés más correcto, como a un niño mimado querido: “Nunca
olvidaré ese momento”.
Pero aunque hubiera jadeado y gruñido
como en éxtasis, lo que de verdad sintió en todo momento fue un curioso
distanciamiento como si el Amo fuera otro. Aunque luchara desesperadamente por
sentirse transportado, oía cómo su mente tomaba notas sobre la escena: Esto es lo que llaman pasión. Lo que estoy
experimentando. Muchas de las máquinas de las casetas de juego estaban
estropeadas y no se podían arreglar ni sustituir entretanto. Además, los
premios, que ahora eran de fabricación nacional, eran menos interesantes que
antes, artículos de cartón la mayoría y algunas de las máquinas no funcionaban
con centavos blancos. La de la gitana de la buenaventura podría haber
presagiado el clímax de esta historia si Ambrose la hubiera hecho funcionar.
Estaba aun más estropeada que las otras máquinas: la capa plateada desgastada
en las manivelas de metal oscuro. Las ventanillas de cristal alrededor de la
muñeca estaban agrietadas y pegadas con esparadrapo, sus pañuelos y chales
descoloridos. Un hombre que viviera solo podía coger un maniquí de una tienda,
con articulaciones flexibles y modificarlo de cierta forma. De todas maneras,
cuando llegara a esa edad tendría una mujer de verdad.
Había una máquina que imprimía tu nombre
alrededor de una moneda de metal blanco con una estrella en el centro: A…… Su
hijo sería el segundo, y cuando el muchacho tuviera trece años o así le pusiera
su fuerte brazo sobre los hombros y le diría con calma: “Es perfectamente
normal. Todos lo hemos pasado. No durará eternamente”. Nadie sabía ser lo que
era correctamente; fumaría en pipa, le enseñaría a su hijo a pescar y coger
cangrejos, le aseguraría que no tenía que preocuparse por lo que pasaba. Magda
con toda seguridad daría, Magda con toda certeza produciría gran cantidad de
leche, aunque fuera culpable de solecismos ocasionales. No sabe tan mal.
¡Imagínate que se encendieran las luces ahora!
El
día siguió desgastándose. Crees que eres tú el mismo, pero hay otras
personas en ti. Ambrose se endurece cuando Ambrose no quiere inversamente anversamente. Ambrose los
ve que no están de acuerdo; Ambrose se mira mirar. En el cuarto de los espejos
de la casa encantada no te puedes ver repitiéndote para siempre porque te
pongas como te pongas tu cabeza siempre te tapa. Aunque tuvieras un periscopio
de cristal, la imagen de tu ojo taparía lo que de verdad quieres ver. Vendría
la policía; se hablaría de ello en los periódicos. Allí debe ser donde ocurrió.
A menos que encontrara una salida oculta, una puerta trasera desconocida, o una
trampa de escape que diera a un callejón, por ejemplo, y luego avanzar hacia la
familia frente a la casa encantada y preguntar dónde estaban todos; él hace
siglos que está afuera. Allí es donde ocurrió exactamente, en aquella última
habitación inclinada: Peter y Magda encontraron la salida correcta. Él encontró
una que no se debía encontrar y se extravió por “la trastienda”. En una casa
encantada perfecta no debería haber más que una salida posible, como en el
trampolín; no se podría uno perder; las puertas y vestíbulos funcionarían como
las trampas para pececillos o las válvulas de las venas.
Debido a los submarinos alemanes, Ocean
City estaba “apagada”: los faroles de las calles estaban oscurecidos por el
lado del mar; los escaparates y las casetas del paseo de la playa se mantenían
a media luz para que los petroleros y barcos no se perfilaran y pudieran ser
torpedeados. En un cuento sobre Ocean City, Maryland, durante la Segunda Guerra
Mundial, el autor podría utilizar la imagen de marineros de permiso en las
casetas de tiro, apuntando con las miras de ametralladoras de mentira a
submarinos con esvásticas, mientras fuera en el negro Atlántico un capitán de
submarino guiñando los ojos mira por el periscopio barcos de verdad, visibles
gracias al reflejo de las casetas. Después de cenar, la familia volvió paseando
al extremo de la avenida donde estaba la feria. El padre de los chicos, como
siempre, se había quemado y llevaba una máscara de Noxzema, como los artistas
que imitan a los negros pero al revés. Los mayores se detuvieron al extremo del
paseo donde el huracán del 33 había abierto una entrada del océano a la bahía
Assawoman.
“Pronunciada con o larga”, le recordó el tío Karl a Magda con un guiño. Llevaba la
camisa arremangada; Madre le dio un puñetazo en el bíceps tostado con un
corazón atravesado con una flecha y le dijo que era un cochino. De repente
llegó la risa de Fat May de la casa encantada, como si acabara de entender el
chiste. La familia también rió de la coincidencia. Ambrose se metió debajo de
las tablas del paseo a buscar fundas de librillos con cerillas con ayuda de su
linterna de bolsillo; miró el mar desde el borde del continente norteamericano
preguntándose hasta dónde llegaba la risa sobre el agua. Espías en balsas de
goma; supervivientes en botes salvavidas. Si el chiste estaba más allá de su
capacidad de comprensión podía haber dicho: “La
risa le llegaba al cuello”. Y dejar que el lector adivinara el serio juego
de palabras en la segunda lectura.
Encendió la linterna y luego la apagó
inmediatamente antes de que la mujer chillara. Salió disparado, con el corazón
palpitando, dejando caer la linterna. Con qué fuerza había gritado el hombre. Cuando
llegó gateando a donde estaba su familia estaba empapado de transpiración y
frío.
—¿Has visto algo?— le preguntó su padre.
No le salía la voz; se encogió de hombros y se sacudió violentamente la arena
de los pantalones.
“Vamos a montar en los caballitos”,
gritó Magda. Nunca seré autor. Ya ha sido eterno, todos se han ido a casa,
Ocean City está desierta, los cangrejos-fantasmas hormiguean por la playa y por
las frías calles llenas de basura. Y los vestíbulos vacíos de los hoteles de
tablillas y las casas encantadas abandonadas. Una ola gigante; un ataque aéreo
enemigo; un cangrejo monstruoso saliendo del mar como una isla. Los habitantes huyeron aterrorizados.
Magda se agarraba a sus pantalones; sólo él conocía el secreto del laberinto.
“Dio la vida para que nos salváramos”, dijo el tío Karl frunciendo el entrecejo
de dolor, las manos del hombre tenían tatuajes; las piernas de la mujer, las
gordas piernas blancas de la mujer también. Sorprendente
coincidencia. Se moría de ganas de contárselo a Peter. Tenía ganas de
vomitar de pura excitación. Ni siquiera lo habían perseguido. Quería estar
muerto.
Un posible final sería que Ambrose
tropezara con otra persona perdida en la oscuridad. Unirían sus ingenios contra
la casa encantada, lucharían como Ulises superando obstáculo tras obstáculo, se
ayudarían y darían ánimos mutuamente. O una chica. Cuando por fin encontraran
la salida, serían grandes amigos, si fuera una chica se enamorarían; conocerían
lo más profundo de sus almas, estarían unidos por el cemento de la aventura compartida; luego emergerían a la
luz y resultaría que su amigo era un negro. Una niña ciega. El hijo del
Presidente Roosevelt. El peor enemigo de Ambrose hasta entonces.
Poco después del cuarto de los espejos
había recorrido a tientas un pasillo mohoso, presintiendo ya que andaba errado
por la ausencia de flechas fosforescentes y otros signos. Había encontrado una
rendija de luz —no era una puerta, resultó, sino la unión entre paneles en la
pared de contrachapado— y, mirando por la rendija, espió a un viejecito, en apariencia parecido a las fotografías
que había en la casa del difunto abuelo de Ambrose agachado sobre un taburete
detrás de una bombilla desnuda y manchada. Cerca de su cabeza, al lado de la
caja de fusibles abierta, colgaba un panel de interruptores. Por todo el resto
del cuartucho había palancas de madera y cuerdas amarradas a cornamusas de
barco. En aquel momento Ambrose todavía no estaba tan perdido como para gritar
o dar golpes en la pared; más tarde no pudo encontrar aquella rendija. Ahora le
había parecido que se había quedado dormido durante algunos minutos en algún
rincón; estaba realmente cansado por el sol primero y los problemas después; no
podía no estar seguro de haber soñado parte o todo lo que había visto. ¿Había
un viejo ventilador negro zumbando como un enjambre y abanicando dos
serpentinas de papel matamoscas? ¿Había murmurado en su sueño el encargado de
la casa encantada —bondadoso, de apariencia algo triste y cansada, de expresión
parecida a las de las fotografías que había en casa del difunto tío Konrad?
¿Existe en realidad una persona como Ambrose o es una invención de la
imaginación del autor? ¿Era la bahía de Assawoman o de Sinepuxent? ¿Hay otros
errores en esta obra de ficción? ¿Había otro ruido además del ligero plas plas
del muslo sobre la corva, como el agua lamiendo las tablas de los costados de
un esquí?
Cuando estás perdido lo más sensato es
quedarse donde estás, hasta que te encuentren, dando gritos si es necesario.
Pero los gritos aseguran la humillación además del rescate; quedarse callado
permite salvar las apariencias (puede uno fingir sorpresa ante el alboroto
cuando te encuentran tus rescatadores y jurar que no estabas perdido). Además
todavía puedes encontrar la salida tú mismo, aunque sea tarde.
“¡No me digas que todavía tienes el pie
dormido!”, exclamó Magda, cuando los tres jóvenes iban desde la entrada a la
zona separada donde estaban las norias, los carruseles, y otras atracciones,
habiéndose decidido en favor de unos grandes y antiguos caballitos en lugar de
la casa encantada. Qué frase, estaba mal desde el principio. La gente no sabe
qué pensar de él, él mismo no sabe qué pensar de él, sólo tiene trece años inepto social y atléticamente, brillante
pero no demasiado, mas tiene antenas; tiene… una especie de receptores en la
cabeza; las cosas le hablan, entiende más de lo que debería, el mundo le guiña
el ojo a través de sus objetos, le agarra el abrigo con una sonrisa. Todos los
demás comparten un secreto que él desconoce; han olvidado contárselo. A base de
aplazamientos, su madre no lo bautizó hasta aquel año. Todo el mundo se
bautizaban cuando eran bebés; él suponía que con él había sido igual, y su
madre también, al menos eso decía, hasta que le llegó el momento de apuntarse a
la Gracia Metodista Protestante, y se descubrió el descuido. Estaba mortificado
pero emprendió con energía y sin tregua su catequización particular, intimidado
por los antiguos misterios, un chico de trece años nunca diría una cosa así,
resolvió experimentar la conversión como san Agustín. Cuando el agua le tocó la
frente y el pecado de Adán le abandonó, con un esfuerzo parecido a la
defecación consiguió llenarse los ojos de lágrimas, pero no sintió nada. Había
una diferencia simple y radical en él; esperaba que fuera genio, temía que
fuera locura, se esforzaba en ser afable y pasar desapercibido. Sólo en el
rompeolas de cerca de cerca de su casa lo capturaron los aterradores
transportes que había creído sentir en el cobertizo de las herramientas, en el
cáliz de la comunión. La hierba estaba viva. La ciudad, el río, él mismo, no
eran imaginarios; el tiempo rugía en sus oídos como el viento; ¡el mundo avanzaba! Esto debería dramatizarse.
Este autor irlandés, James Joyce, una vez escribió. Ambrose M…… va a gritar.
Los
detalles sensoriales no tienen textura. Los espejos descoloridos y
distorsionantes que había detrás de Fat May; la imposibilidad de escoger la
montura cuando sólo se podía montar una vez en el gran carrusel; el vértigo concomitante a su reconocimiento de
que Ocean City estaba gastada, el lugar de padres y abuelos, hombres con
sombreros de paja y señoras con sombrillas sobrevividos por sus diversiones.
Los tres, sin dinero ya para gastar, ante la insistencia de Peter, se
detuvieron al lado de Fat May para ver cómo les revoloteaban las faldas a las
chicas. Se trataba de provocar a Magda, que dijo: “¡Por Dios, Peter M……, sólo
piensas en eso! A Amby y a mí no nos interesan esas cosas”. En el tonel
giratorio, también, justo después de la entrada de la casa encantada con forma
de boca de diablo, las chicas levantaban las piernas y sus novios y otros
podían mirar por debajo de las faldas, si querían. Que era de lo que se
trataba, comprendió Ambrose. ¡En toda la casa encantada! Si mirabas a tu
alrededor en el paseo, te dabas cuenta de que todo el mundo estaba emparejado,
excepto los niños; en cierto modo para eso era Ocean City. Si tuvieras rayos X
en los ojos y pudieras ver todo lo que estaba pasando en aquel instante debajo
de las tablas del paseo y en todas las habitaciones de los hoteles, y en los
coches y callejones, comprenderías que todo lo que se veía normalmente, como
restaurantes y salas de baile y ropa y máquinas de probar la fuerza, era
meramente preparación e intermedio. Fat May dio un alarido.
Como miraba los acontecimientos con el
rabillo del ojo, fue Ambrose el que descubrió el medio dólar en el suelo de
tablas cerca del barril giratorio. Alguien lo echaría de menos. La primera vez
que oyó gente por un pasillo, no muy lejos, justo después de perder de vista la
rendija de luz, decidió no llamarlos, por miedo a que adivinaran que estaba
asustado y se burlaran. Parecía que fueran unos matones; esperaba que se
acercaran y poder seguirlos en la oscuridad sin que se dieran cuenta. Otra vez
oyó a una persona sola, a menos que lo hubiera imaginado, que pasaba dando
golpes como si estuviera al otro lado del contrachapado; quizá Peter que volvía
a buscarlo, o Padre, o Magda, también perdidos. O el dueño y encargado de la
casa encantada. Había gritado una vez, como alegremente: “¿Alguien sabe dónde
demonios estamos?”. Pero la pregunta fue demasiado rígida, la voz se quebró,
cuando acabó el sonido se aterrorizó; quizá fuera algún marica que esperaba que
los muchachitos se perdieran o algún monstruo repugnante de pelo largo que
vivía en alguna grieta de la casa encantada. Se quedó rígido durante horas, le
pareció, apenas respirando. Su futuro estaba asombrosamente claro, en líneas
generales. Intentó contener la respiración hasta perder el conocimiento.
Debería haber un botón que se pudiera apretar para acabar con la propia vida
absolutamente sin dolor; desaparecer en un santiamén, como cuando se apaga una
luz. Lo apretaría instantáneamente. Despreciaba al tío Karl. Pero también
despreciaba a su padre, por no ser lo que debería. Quizá su padre odió al suyo,
y así sucesivamente, y su hijo lo odiaría a él, y así sucesivamente, y su hijo
lo odiaría a él. Instantáneamente.
Naturalmente no tuvo valor para pedirle
a Magda que se metiera en la casa encantada con él. Demostrando un valor
increíble y para sorpresa de todos, invitó a Magda, tranquila y educadamente a
ir con él a la casa encantada.
“Te lo advierto, es la primera vez que
entro”, y añadió riendo con desenvoltura: “Pero me imagino que nos las
arreglaremos de una forma y otra. Lo más importante que hay que recordar es
que, al fin y al cabo, es una casa encantada, es decir, que es para divertirse.
Si la gente se perdiera de verdad o se hiciera daño o pasara demasiado miedo,
el dueño tendría que cerrar. Incluso habría pleitos. Ningún personaje en una
obra literaria podría hacer un discurso tan largo sin interrupción o
asentimiento por parte de otros personajes”.
Madre se metió con el tío Karl. “Siempre
se ha dicho que tres son multitud”. Pero en realidad Ambrose sintió alivio de
que Peter ahora también tuviera un cuarto. Nada era lo que parecía. A cada
instante, debajo de la superficie del Océano Atlántico, millones de animales
vivos se devoraban unos a otros. Caían pilotos en llamas sobre Europa; se
violaban mujeres en el Pacífico Sur. Su padre debería habérselo llevado aparte
y haberle dicho: “Hay un secreto muy sencillo para atravesar la casa encantada,
tan sencillo como para ser el primero en ver las Torres. Es éste. Peter no lo
sabe; ni tampoco tu tío Karl. Tú y yo somos diferentes. No es raro que a menudo
hayas deseado no serlo. No creas que no me he dado cuenta de lo infeliz que ha
sido tu infancia. Pero cuando te diga por qué ha tenido que ser un secreto
hasta ahora, lo entenderás, y no lamentarás no ser como tu hermano y tu tío. ¡Al contrario!”. Si supieras todas las
historias de toda la gente del paseo, verías que nada era lo que parecía. Los
maridos y sus mujeres a menudo se odiaban; los padres no querían necesariamente
a sus hijos, etcétera. Un niño tomaba las cosas como vinieran porque no tenía
con qué comparar su vida, y todo el mundo actuaba como si las cosas fueran como
debieran ser. Por lo tanto cada uno se veía a sí mismo como el héroe de la
historia, cuando la verdad podía ser que resultara ser el malo, o el cobarde. Y
no había nada que hacer.
Los jorobados, las señoras gordas, los
tontos… era insoportable que nadie escogiera lo que era. En una película
hubiera conocido a una linda muchachita en la casa encantada; se hubieran
escapado por los pelos de peligros reales; hubiera hecho y dicho las cosas
apropiadas; ella también; al final serían amantes; sus líneas de diálogo
estarían compaginadas; estaría perfectamente a sus anchas. A ella no sólo le
gustaría bastante, sino que lo encontraría maravilloso;
se pasaría las noches despierta pensando en él, en lugar de viceversa (en cómo
cambiaba su cara con las diferentes luces, y en la planta que tenía, y en lo
que había dicho exactamente), y eso sería simplemente un pequeño episodio en su
maravillosa vida entre muchos, muchos otros. No un momento decisivo en absoluto. Lo que había ocurrido en el cobertizo
de las herramientas no era nada. Odiaba, aborrecía a sus padres. Una razón para
no escribir una historia de perdido en la casa encantada es que, o todo el
mundo se ha sentido como A, en cuyo caso, ya se sabe, o bien ninguna persona
normal se siente así, en cuyo caso Ambrose es un bicho raro. ¿Hay algo más
aburrido en la literatura que los problemas de los adolescentes sensibles? Y es
todo demasiado largo y da demasiadas vueltas, como si el autor... Por lo que
sabe la primera vez que se lee, el fin podría estar a la vuelta de cualquier
esquina; quizá, bien podría ser, ha
estado al alcance de la mano varias veces. Por otro lado, podría estar apenas
superando el principio, con todo el camino por hacer, lo cual es una idea
intolerable.
Relleno: las cejas alzadas de su padre
cuando anunció su decisión de meterse en la casa encantada con Magda. Ambrose
ahora comprende, pero en aquel momento no, que su padre se preguntaba si sabía para qué es la casa encantada (sobre
todo porque no protestó, como debería haberlo hecho, cuando Peter decidió
unirse a ellos). La taquillera, como una bruja, mortificándolo cuando por una
inadvertencia le dio la moneda con su nombre en lugar del medio dólar, y luego,
muy poco amablemente, llamando la atención de Magda sobre la mancha de
nacimiento que tenía en una sien: “Ten cuidado con él, nena, es un hombre
marcado”. Ni siquiera era cruel, comprendió únicamente vulgar e insensible. En
algún lugar del mundo había una muchacha tan espléndidamente comprensiva que lo
vería entero, como un poema o una historia, y encontraría sus palabras tan
valiosas, después de todo, que cuando él le confesara sus aprensiones, ella le
explicaría por qué eran precisamente lo que hacía tan precioso para ella… ¡y
para la civilización occidental! No existía esa chica, ésa es la pura verdad.
Bostezos violentos al acercarse a la boca. Consejo susurrado de un viejo con
experiencia sentado en un banco cerca del tonel. “Ve hacia atrás como los
cangrejos y tendrás buena vista sin caerte”. La compostura desapareció a la
primera cabezada: Peter gritaba alegremente; Magda se calló, chilló y se sujetó
la falda. Abrose gateó hacia atrás, apretando los labios de terror; pronto
estuvo fuera, mirando cómo la moneda con su nombre resbalaba entre las parejas.
Avergonzado, vio que no se trataba de atravesar el barril expeditivamente;
Peter fingía ayudarla para hacerla tropezar, gritó: “¡Alegría!”, cuando ella
cayó con las piernas en alto. El viejo, el último en traicionarlo, se reía
aprobando. Luego un cuarto casi a oscuras con telarañas de hilos negros y
murmullos grabados: le cogió el hombro a Magda para que no perdiera el
equilibrio sobre los discos giratorios que había en el suelo inclinado para que
los pies te salieran disparados, y le explicó, con voz calmada y profunda, su
teoría de que cada frase de la casa encantada se disparaba o bien
automáticamente, por una serie de dispositivos fotoeléctricos, o bien
manualmente, porque había operarios estacionados tras las mirillas. Pero se le
fue la voz tres veces cuando los discos le hacían perder el equilibrio. De
todas formas, Magda estaba gritando; pero en cierto momento lo agarró por la
cintura para no caerse, por un instante pegó la mejilla derecha a la hebilla de
su cinturón. Heroicamente, la levantó, era su ocasión de atraerla hacia sí como
para apoyarse y decirle: “Te quiero”. Incluso le rodeó la cintura levemente con
el brazo antes de que un marino y su chica cayeran sobre ellos por la espalda, pisándole
el dedo gordo del pie izquierdo y arrastrando a Magda en su caída. La chica del
marido era una fresca con pelos de esparto, una risa escandalosa y bragas azul
claro; Ambrose se dio perfecta cuenta de que no hubiera dicho “te quiero” de
todas formas, y creyó morir de desprecio hacia sí mismo. ¡Cuánto mejor sería
aquel vulgar marino! Un marinerito de tercera, espigado; el tipo cogió a una
chica con cada brazo y, muerto de la risa, se metió dando tumbos en el cuarto
de los espejos, acercándose más a Magda en treinta segundos de lo que se había
acercado Ambrose en trece años. Ella se rió de algo que le dijo el marino a
Peter; se quitó el pelo de la cara con un movimiento tan de mujer que a Ambrose
le llegó al corazón. Las palmadas que le dio Peter en la espalda en aquel
momento le parecieron especialmente groseras. Pero Magda puso una cara de
encantada indignación y gritó. “¡Te voy a dar yo!”, y salió corriendo por
detrás de Peter por el laberinto sin echar una mirada atrás. Luego siguió el
marinero, sin prisa, acercándose a su chica a la cadera; Ambrose comprendió no
sólo que estaban tan aliviados por haberse deshecho de su molesta compañía que
ni siquiera notaron su ausencia, sino que él también compartía su alivio. Al
salir por fin del traicionero pasaje al laberinto de espejos, volvió a
comprender, más claramente que nunca, con qué facilidad se engañaba a sí mismo
creyendo que era una persona. Incluso llegó a predecir, con una mueca de dolor
por su espantoso conocimiento de sí mismo, que repetiría el engaño a intervalos
cada vez más escasos, toda su desgraciada vida, de lo terribles que eran las
alternativas. Fama, locura, suicidio; quizá las tres cosas. No es verosímil que
un chico tan joven pudiera articular semejante reflexión, y en literatura la pura
verdad siempre debe ceder ante la verosimilitud. Es más, el simbolismo, en
algunos sitios, es demasiado pesado. Aun así, Ambrose M…… comprendía, como
pocos adultos, que la famosa soledad de los grandes no era un mito popular sino
una verdad general, y que era tanto causa como efecto.
Todo lo anterior, excepto las últimas
pocas frases, es exposición que debería haberse hecho antes entremezclándola
con la acción actual en lugar de exponerla toda de golpe. Ningún lector
aguantaría tanto, tanta prolijidad. Es
interesante que el padre de Ambrose aunque presumiblemente fuera un hombre
inteligente (como indica su papel de director de un colegio), ni adelantaba ni
tampoco desanimaba a sus hijos, en absoluto, en forma alguna, como si no le
importaran mucho, o le importaban, pero no sabía cómo actuar. Si este hecho
contribuyera a que uno de ellos se convirtiera en un científico celebrado pero
desesperadamente infeliz, ¿era eso bueno o no? Él también podría enfrentarse
con esta pregunta algún día; también sería bueno saber si había estando
torturando a su padre durante años, por ejemplo, o no se le había pasado por la
cabeza ni una sola vez.
En el laberinto pasaron dos cosas
importantes. Primero nuestro héroe encontró una moneda con un nombre que
alguien había perdido o tirado: AMBROSE, sugeridora del famoso buque-faro y del
postre preferido de su difunto abuelo, cuya madre solía preparar en ocasiones
especiales con coco, naranjas, uvas y no sé qué más. Segundo, mientras admiraba
las infinitas réplicas de su imagen en los espejos, segundo, mientras se perdía
en la reflexión de que la necesidad de un observador hace que sea imposible la
observación perfecta, mejor que tuviera al menos dieciocho años, pero eso haría
otras cosas inverosímiles, oyó las risas apagadas de Peter y Magda juntos en
algún lugar del laberinto. ¡Aquí! ¡No, aquí!, se gritaban el uno al otro; Peter
dijo “¿dónde está Amby?”. Magda murmuró. “¿Amb?”, llamó Peter, con una voz
agradable y amistosa. No contestó. La verdad era que su hermano era un jovencito
sin complicaciones que hubiera estado mejor con un hermano normal y corriente
como él, pero que raramente se quejaba de su suerte y generalmente era cordial.
A Ambrose le dolía la garganta; no hay suficientes maneras distintas de decir
esto. Se quedó quieto y callado mientras los dos jóvenes reían, recorrían
estrepitosamente el laberinto, celebraron su hallazgo de la salida con hurras,
y con alegres gritos de alarma recibieron lo que les esperaba. Entonces se
dirigió hacia allí y los siguió, eso creía él, tomó por donde no era, se
extravió por unos pasillos, de los que aún no ha encontrado la salida.
La acción de la narrativa dramática
convencional se puede representar con un diagrama llamado triángulo de Freitag:
B
/ \
A C
O más precisamente con una variante de
este diagrama.
C
/ \
A ------ B D
En el que AB representa la exposición, B
la introducción del conflicto, BC la acción in
crescendo, complicación o desarrollo del conflicto, C el clímax, o giro de
la acción y CD el desenlace, o resolución del conflicto. Aunque no hay ninguna
razón para considerar este modelo como una necesidad absoluta, como muchas
otras convenciones se volvió convencional porque gran número de personas
durante muchos años aprendieron por tanteo que era efectivo; uno no debería
abandonarlo, a menos que se desee abandonar también el efecto del drama o
exista una razón poderosa para creer que violando deliberadamente el modelo
“normal” se puede mejorar, se puede lograr mejor ese efecto. Esto no puede durar
mucho, no puede durar eternamente. Se murió contándose cuentos a sí mismo en la
oscuridad; años más tarde, cuando salió a la luz una amplia zona insospechada
de la casa encantada, la primera expedición encontró su esqueleto en uno de los
pasillos laberínticos y lo tomaron por parte del decorado. Se murió de hambre
contándose historias en la oscuridad; pero sin saberlo, sin saberlo él, un
operario de la casa encantada, lo oyó por casualidad, se agachó al otro lado
del tabique de contrachapado y escribió cada una de sus palabras. La hija del
operario, una exquisita joven con una figura muy desarrollada para su edad, se
agachó justo detrás del tabique y escribió cada palabra suya. Aunque nunca le
había puesto los ojos encima, reconoció que allí había una de las imaginaciones
realmente grandes de la cultura occidental, y que la elocuencia de su
sufrimiento serviría de inspiración para innumerables escritores. Y tenía el
corazón dividido entre su amor por el desgraciado joven (sí, lo amaba aunque
sólo lo conociera —pero qué bien— a través de sus palabras, y de la voz
profunda y calmada con que las decía), entre su amor etcétera y su intuición
femenina de que sólo en la soledad y sufriendo podía él dar voz etcétera.
Muerte oscura y solitaria. En silencio besaba el contrachapado y una lágrima
cayó sobre la página. Donde había escrito en taquigrafía Donde había escrito en taquigrafía Donde había escrito en taquigrafía
Donde había escrito en taquigrafía Donde Etcétera. Hace mucho rato
deberíamos haber pasado el vértice del triángulo de Freitag y haber abreviado
el desenlace; el argumento no va subiendo por pasos con sentido sino que se
enrosca sobre sí mismo, se desvía, se retira, vacila, suspira, se derrumba,
expira. El clímax de la historia tiene que ser el descubrimiento de su
protagonista de una forma de salir de la casa encantada. Pero no ha encontrado
ninguna; puede haber dejado de buscarla.
¿Qué relación tiene la guerra con la
historia? ¿Debería haber fuegos artificiales fuera, o no?
Ambrose iba de un lado a otro,
languidecía, se adormecía. De vez en cuando caía en su hábito de repetir
consigo mismo la poca historia de su vida, narrada desde el punto de vista de
la tercera persona, desde sus primeros recuerdos, paréntesis, de hojas de arce
agitándose en el aliento veraniego de las mareas de Maryland, se cierra el
paréntesis, hasta el momento actual. Los principales acontecimientos, en esta
narración, serían A, B, C y D.
Se imaginaba a sí mismo, años después,
con éxito, casado, a gusto en el mundo, superadas las pruebas de la
adolescencia. Ha ido al mar con su familia a pasar el día: ¡Cómo ha cambiado
Ocean City! ¡Pero en un extremo raramente frecuentado del paseo de tablas
sobreviven unas pocas atracciones abandonadas, de tiempos pasados: el gran
carrusel del cambio de siglo, con sus monstruosos grifos y su banda de música
mecánica; las montañas rusas que desde 1916 se rumoreaba que estaban
condenadas, la caseta de tiro mecánico en la que sólo cambiaba la imagen de
nuestros enemigos. Su propio hijo ríe con Fat May y quiere saber lo que es una
casa encantada. Ambrose abraza al muchachote y sonríe a su esposa alrededor de
su pipa.
La familia vuelve a casa. Madre está
sentada entre Padre y el tío Karl que bromea con él sin mala intención, que se
ríe de que el compañero con el que hombro a hombro a buscado la salida de la
casa encantada resultó ser una niña negra ciega —para su mutuo malestar, ya que
habían intimado. Pero tales son los muros de la costumbre, que incluso, ¿dónde
está el brazo de quién? ¿Cómo debo sentirme? Sueña con una casa encantada más
grande, con mucho, más que ninguna hasta ahora; para aquella época quizás estén
pasadas de moda, como los barcos de vapor y los trenes para ir de excursión. Ya
resultan anticuadas y extrañas: las señoras de ropajes raídos del friso del
carrusel son los sueños románticos del padre de su madre; si piensa más en ello
vomitará su manzana de caramelo.
Se pregunta: ¿Se convertirá en una
persona normal? Algo ha fallado; la vacuna no hizo efecto. En el fuego de campo
de su iniciación como Boy-Scout sólo fingió estar muy emocionado, como ahora
mismo finge que no se está tan mal en la casa encantada, al fin y al cabo, y
que cojea un poco. ¿Hasta cuándo durará? Imagina una casa encantada
verdaderamente sorprendente, increíblemente compleja, pero completamente
controlada desde un gran panel de mandos como la consola de un órgano. Nadie
tenía imaginación suficiente. Él podía diseñar un lugar así, la instalación
eléctrica y todo, y sólo tiene trece años. Él sería el operario: las luces del
panel mostrarían lo que estaba pasando en cada rincón de su ingenio, de su
múltiple y polifacética vastedad; un golpecito de interruptor le abriría el
camino a éste, complicaría el de este otro, para equilibrar las cosas; si
alguien parecía perdido o asustado, todo lo que el operario tenía que hacer
era…
Nunca se hubiera metido en la casa
encantada. Pero está dentro. Entonces desea estar muerto. Pero no lo está. Por
lo tanto, construirá casas encantadas para otros y será el operador secreto…
aunque preferiría estar entre los amantes para quienes están pensadas las casas
encantadas.
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