domingo, 31 de octubre de 2010

El hijo de la maldad



“Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé,
en el quinientos seis

y en el dos mil también;
que siempre ha habido chorros, maquiavelos y estafáos,
contentos y amargaos,

valores y dublé…”.

Enrique Discépolo, Cambalache


La primera impresión que me dio fue buena. Parecía un jefe amable, comprensivo y de buen humor. El tipo de persona que compensaría la falta de calor humano que yo sentía en el extranjero. Según me lo hacía notar, no sentía por mí esa desconfianza generalizada que muchos tienen por nosotros, los colombianos. Por el contrario, ponía a Colombia sobre las estrellas; ¡con un entusiasmo y un deleite en sus palabras…! Como si estuviera probando una comida de mi abuela:

-Oh, Colombia… qué bonito… ¡las mujeres, los paisajes, las comidas!

Era el tipo más amable que había conocido desde que llegué a Miami. Pensaba que entre todos los que vivían en “la capital latinoamericana” nos la íbamos a llevar muy bien. Que todos éramos caritativos, amigables, solidarios… Pero los mexicanos me creían delincuente, a otros colombianos se les olvidaba su compañerismo nacional; los puertorriqueños pensaban que el país era de ellos –y yo era el inmigrante- y los cubanos me trataban como un bulto de bazofia:

-Disculpe, ¿me puede ayudar, por favor?- le dije a un taxista cubano en una ocasión. -Se me varó el carro y necesito llamar a una grúa.

-¿Qué tú quiere’?- dijo, bajando la ventanilla automática.

-Si me puede prestar su teléfono para llamar una grúa.

-¿De dónde ere’, chico?

-Colombiano- sonreí.

-¿Una grúa? Mejor suicídate, coñazo.

*

Supe que mi jefe era un inmigrante palestino. Vivía en Estados Unidos desde hacía varios años, pero se había recorrido Suramérica desde que salió de su hogar. Hablaba español muy bien, pero con el acento de quienes no lo han hablado desde niños; y su entonación venezolana me hizo deducir que lo aprendió a hablar por allá. Su nombre aparecía en el contrato como “Salem Jihad Al-Aqsa”, pero todos lo llamaban afectuosamente “Mr. Charlie”.

Si no lo conociera, me lo podría encontrar en cualquier esquina de Medellín sin siquiera sospechar que venía de Israel. Tenía más cara de latino que yo; pues siempre me hablaban en inglés antes de conocerme y a él le decían "señor". Aunque una vejez decrépita se apoderaba de su cuerpo, poseía la energía de un comerciante paisa. Se vestía elegantemente informal; como haciéndose notar despreocupado con deliberación. El cabello lambido hacia atrás y fijado con grasa; perfectamente afeitado y perfumado con loción. La mayor parte del tiempo lo veía dándoles ronda a los empleados del hotel, tomando mate en la misma calabacita de siempre. Sacaba la lengua como un reptil después de cada sorbo a través de la bombilla; y a la misma hora, todos los días, se encerraba en su oficina y nadie lo molestaba hasta que volvía a salir... siempre de buen humor y haciendo chistes. “Un tipo bueno”, creía yo.

Empecé a trabajar. Esperaba con cara de postre a la entrada del pequeño hotel cuatro estrellas junto a ocho empleados más. Cuando llegaba un cliente a comer al restaurante, le recibía las llaves del carro, lo parqueaba y se las llevaba hasta su mesa. Un trabajo de tantos en el país del dólar, mediocremente remunerado por de la pereza de los gringos. Pero no me molestaba en lo absoluto. Era una tarea sencilla, la paga era aceptable y en menos de una semana ya había parqueado un Cadillac, un Mercedes Benz SLR; un Jaguar, un Lamborghini gallardo, un Porsche, un Ferrari… y los modelos de “carro mafioso”, que si en Colombia eran exclusivos de la élite, en Miami eran manejados por la plebe.

La regla era que todas las propinas se debían introducir en una caja fuerte. Los meseros, los botones, las señoras del aseo… todos estábamos estrictamente obligados a depositar los billetes en la caja y dividirlos al final de la jornada. Mr. Charlie nos vigilaba de cerca, estricto como el macho alfa de una manada de lobos y su presa; contando hasta el último centavo que entraba por la ranura de la caja.

-Vamos a picar la groyeta- decía, haciendo una seña de cortar una mano con la otra. Él abría la caja fuerte con una llave colgada al cuello y armaba montoncitos de monedas y billetes del mismo valor. Repartía equitativamente –incluyendo su parte- con esa habilidad israelí de manejar dinero.

A veces me acompañaba a esperar a los clientes afuera. Le gustaba recibirlos a la entrada y hacerlos sentir como en su casa. Tenía una clientela fija, casi todos bien conocidos por él y a todos los trataba de manera particular. Si venía un musulmán, levantaba los brazos, hablaba en árabe con él, lo saludaba con un par de besos y bendecía a Allah. Si venía un italiano, se persignaba como un católico: “¡buongiorno, ragazzo!”, le decía enérgicamente, le mostraba una medallita de la Vírgen y le daba palmaditas en los brazos. Si venía una señora, le hacía una venia, admiraba su vestido, le sonreía, le quitaba el abrigo. Los esperaba de pie mientras venían en sus carros, sonriendo como un presentador de noticiero.

Pero me confundía su actitud. A todas estas, no sabía ni de qué religión era; aunque daba la primera impresión de tomarse alguna muy en serio.

-Mr. Charlie, ¿es usted musulmán?- le pregunté una vez.

El viejo se volvió a mí con grata sorpresa.

-¿Tú eres musulmán?- susurró.

-No.

Mr. Charlie volvió a su seriedad como un resorte.

-No... no. No soy musulmán.

Pero poco a poco fue sacando las uñas de su verdadera naturaleza:

-Ahí viene este imbécil, míralo- me decía sonriente. –Enano y lerdo… más indeseable que un cálculo biliar… ¡Y mira la esposa! Ja, ja, ja… con ese pelo de escoba y ese caminado deforme. Ella cree que se es hermosa… ji, ji, ji…

-¡Charlie! ¿Cómo estás?

-¡Hola, amigo! ¡Qué bendición tenerlos por aquí! ¡Alabado sea Dios, mi hermano! Ya les busco una mesa. Qué bueno verlos...

Un par de horas más tarde se bajó un viejo de un BMW Z10. Llevaba puesta una kipá blanca y azul, gafas oscuras y un traje claro de corte italiano. Mr. Charlie aplaudió de alegría.

-¡Shabbath shalom! ¡Shabbath shalom!- le decía. Lo abrazaba como a un hermano y el viejo parecía encantado con el saludo. Hablaron en hebreo, sonrieron… me señaló, le dijo algo al viejo que lo hizo reír de mí y me pidió que me acercara.

-Tú, parquéale al carro a este viejo tacaño, hijo de la maldad, que nunca deja propinas y se las bebe todas. Es un cabrón que le pega a los hijos y se emborracha cada vez que puede. ¿Sí? Hazme el favor.

-Thank you, son- me dijo el viejo, todavía riéndose por lo que Mr. Charlie le dijo de mí.

-You’re welcom- respondí, riéndome de él.

*

En el hotel trabajábamos muchos inmigrantes, pero me hice amigo de tres. Un peruano, You-know, que terminaba cada frase diciendo “you know”; Izolda, una mesera polaca y Fréderic, un botones francés que entró luego de que yo empezara a trabajar.

Mr. Charlie lo detestaba. Era el único que no dejaba sus propinas en la caja. Cada vez que levantaba el equipaje de algún huésped -fuera una maleta, un bolso, o un monedero- hacía un quejido de dolor exagerado y lo llevaba con dificultad a la habitación. Los clientes se asustaban y compadecían de su esfuerzo físico y le daban buenas propinas.

También se reía del viejo frente a él:

-Buenos días, siñor Charlí, ¡como se ve de apuesto el día de hoy!- le dijo una vez.

Mr. Charlie lo miraba inmóvil, con desprecio, como esperando carbonizarlo con su mirada.

-¡Pero sí le ha caído un poco de grasa en el cabello, siñor…!- le dijo, retirándole con el dedo un exceso del fijador que el viejo aplicaba para aplanar un remolino -permítame limpiarlo, monsieur.

Mr. Charlie lo evitó de un manotazo.

-Atienda los clientes que llegaron- gruñó, señalando hacia la puerta. – Siga así de gracioso…- hizo una seña frente a la cara del botones, como si barriera con bofetadas

la suciedad de una mano con la otra.

-Y más na’- amenazó.

-¡Claro, siñooooooooor…!

El viejo me hizo una señal con la mano y me acerqué.

-¿Señor?

-No te juntes con ese patán.

-Sí, señor.

-Es una mala persona…

-Como diga, señor.

A lo lejos se escuchaba un quejido:

-¡Ahhhhhhhhhh!

Y a Mr. Charlie se le crispaban los labios de ira.

*

You-know era un intento de galán. Siempre lo veía con ropa nueva, una barba en candado afeitada meticulosamente (diríase que con depilador de cejas); cuidándose del mal aliento con un atomizador de menta… cada cinco minutos. Tenía una lista de piropos guardada en el bolsillo.

-Esta semana he estado con cuatro, you know; a las europeas les encantan los latinos, you know.

Sacaba el celular y me mostraba las fotos. (Pero qué mal gusto tenía You-Know…).

-El alcohol es afrodisíaco, you know- decía, guiñando un ojo.

-Eso veo…

Él era uno de los ocho innecesarios empleados que trabajábamos en el Valet Parking. Nos turnábamos los carros que llegaban, y nos tocaba un promedio diario que –fácilmente- podrían despachar sólo tres de nosotros.

-Mientras más empleados contrate Mr. Charlie, más dinero le entra, you know. El salario le sube mientras más gente tenga a su cargo, you know… Un día de estos lo voy a chantajear, amenazándolo con decirle todo al gerente del hotel… you know…

You-Know lo odiaba. No sólo porque Mr. Charlie se llevaba parte de nuestras propinas, sino porque usaba el dinero como caja menor:

-Mr. Charlie, eso no está bien, you know- le dije un día. El muy webazo había abierto la caja y se metió un billete de veinte en el bolsillo, you know.

-Eso se reparte al final entre todos, you know...

-¿Me estás vigilando, chamo?- me contestó Mr. Charlie, desafiante, you know -¿me estás vigilando? Sigue así…- me hizo la señita esa de barrerme con bofetadas frente a mi cara, you know –y más na’.

Mr. Charlie se acercó cautelosamente a nosotros ocho. El peruano casi se muere del susto.

-¡Escóndanse!- susurró. –Tú, tú y tú, quédense ahí; el resto, quédense en el hall hasta que se vaya el gerente.

*

Izolda, la mesera polaca, era igual de anarquista que un conductor de bus colombiano. (Uno de esos…). Siempre le escupía el mate a Mr. Charlie, a quien aborrecía “por explotador”. De hecho, le escupía la comida a cualquier persona importante: embajadores, celebridades, políticos, militares, empresarios… Decía que también tenían el "derecho humano de acceso a la suciedad", igual que los pobres. Si You-Know hubiera sido famoso, también habría tenido acceso a sus babitas polacas:

-Algo en tu cara me fascina, you know, algo en tu cara me domina… you know… ¿será…

-Cállese, estúpido.

Me encantaba.

Una noche había pocos clientes. Mr. Charlie estaba en su oficina. Había dejado la puerta a medio cerrar y lo observé. Sobre su escritorio picaba tomates y se los comía. Lo curioso era que partía cada uno meticulosamente en tres rebanadas iguales y se los devoraba en tres mordiscos.

Toqué la puerta.

-Mr. Charlie.

El viejo se incorporó como si lo hubieran electrocutado y cubrió los tomates con un periódico.

-¿Qué quiere?

-Pues... Como no hay casi clientes y está lloviendo… le queríamos preguntar si podemos cerrar ya el restaurante…

-No. No se puede. Déjeme solo.

Sonó el teléfono. Mr. Charlie protestó desesperado:

-¡Aahhhrrrrgg!

Empezó a guardar los tomates en una bolsa y me miró.

-¿Qué hace ahí? ¡A trabajar!

Bajó las escaleras con su bolsita en un brazo y sacó las llaves del carro.

-Me tengo que ir- nos dijo, mirando el reloj. -Cierren a la hora que es. Mañana partimos la groyeta.

Cuando se fue, Izolda se me acercó.

-¿Viste su oficina?

-Sí- le respondí.

Me tomó del brazo y subimos. You-Know subió con nosotros y Fréderic abrió la puerta. La oficina era amplia. Un escritorio de caoba, una nevera en un rincón, fotos del Juan Pablo II en las paredes, junto a la bandera palestina y a una mano de Hamsa. Estantes para libros –sólo con el diccionario de la Real Academia- y las ventanas de vidrios polarizados, perfectamente cubiertas por cortinas y black-outs.

Fréderic abrió la nevera.

-No tiene ni cerveza este viejo tacaño.

-¿Qué es eso?- pregunté, señalando lo único que había en la nevera: otra nevera. Era pequeña, cerrada con cadenas.

Izolda puso una voz de cuento infantil:

-Dice la leyenda, que en esta caja Mr. Charlie guarda su corazón…

-¡Vamos a ver qué es, you know!

Las cadenas tenían candado; sin embargo, se podían desenvolver de la nevera sin dificultad.

-¿Qué hay ahí?- preguntó Fréderic.

Yo le mostré un viejo tomate arrugado.

-¡Qué están haciendo!- chilló Mr. Charlie, tomando el cuchillo que se le había quedado sobre el escritorio -¡Esbirros! ¡Chacales! ¡Hijos de la maldad!

Y a correr.

*

Me llamó la atención que Mr. Charlie sólo quería a los niños. Llegué a pensar que sólo amaba la inocencia. Era como si la extrañara.

-Pobre muchacho...-dijo un día, esperando a los clientes con nosotros afuera. Una señora caminaba hacia el hotel con un niño de la mano. -toda la vida van a confundir a su mamá con un murciélago...

(Y es que la señora sí parecía un murciélago...).

-Señora, bienvenida... ¡cuánto tiempo sin venir!

-Tú- me dijo, entregándome un billete de diez -ve al mall del frente y cóprale un helado a este campeón.

-Ay, Mr. Charlie, usted siempre tan lindo...- dijo ella. El viejo le hacía cosquillas al niño y se reía con él.

Sin embago, parecía no querer ni a sus propios hijos.

-Jefe, su hijo acaba de llegar del aeropuerto y lo está esperando afuera- le dije.

-Déjalo que espere. Primero piquemos la groyeta.

*

-Lo felicito, señooor- me dijo. Cuando estábamos picando, saqué varios billetes de cinco que me habían dado. Al principio pensé que hablaba así por burlarse de mí. Pero luego entendí que lo decía en serio:

-Lo felicito, señooor- lo imité. Me preguntaba si estaba bien dicho un insulto en español. Él me miró serio, con cara de pitbull.

-Mr. Charlie- dijo una voz por detrás. Era el gerente del hotel, llamándolo desde el lobby. El viejo se sobresaltó.

-Escóndete, chamo- me dijo -y dile a "Lagañoso", a "Boca-de-trucha" y a "Olorín" que esperen en la cocina.

-¿A quiénes?

-¡A esa parranda de vagos que trabajan con usted!- gritó en voz baja, como si fuera obvio llamarlos así.

You-Know se reía.

-El gerente vino por mi queja, you know... Ahora Mr. Charlie está en problemas, you know.

El gerente desdobló una carta y se la mostró al viejo. Mr. Charlie la leyó, le explicó con calma e hizo la seña de picar con la mano y se la estiró. El gerente se rió y la estrechó con la suya.

A los cinco minutos, Mr. Charlie llamó al peruano.

-Hasta hoy trabajas conmigo- dijo -le hizo la seña de barrer frente a su cara -y más na'.

-¡Pero Mr. Charlie, you know!

-¡Te vas, o llamo a la policía, coño! Eso es todo. ¡Izolda! Venga acá.

-¿Sí, señor?

-Tráigame un mate.

-Enseguida, señor.

Sonó la alarma de su reloj. Mr. Charlie la apagó y subió las escaleras.

-Dile a la comunista que me suba el mate a la oficina.

-Sí, señor.

Izolda se limpió el labio inferior.

-¿Hora de comer tomates?- le pregunté. Ella hizo una seña, como diciendo que le patina el coco.

*

Trabajé hasta el final del verano en el hotel. Ya se vencía mi visa y la necesitaba para volver a trabajar. Le avisé a Mr. Charlie que debía renunciar en unos meses y el viejo se entristeció.

-¿Pero por qué a Colombia? ¿Qué te vas a quedar haciendo en esa cueva de ladrones?

-Quiero volver, Mr. Charlie, el año que viene podré seguir trabajando con usted.

-Claro que sí, chamo- me abrazó. Olí su anticuada loción y en su abrazo de dragón decrépito me sentí querido... así me llamara "Angelito-hipócrita" a espaldas mías, me explotara con delicadeza y se robara mi dinero.

-¡Ahhhhhhhhhh!- se quejó Fréderic, a lo lejos. Mr. Charlie frunció los labios.

-¿Por qué te sigues juntando con "Rata-inmunda"?

-¿Con quién?

-Con ese patán- señalo a Fréderic.

-Tiene razón, Mr. Charlie, no me vuelvo a juntar con él.

-Es una mala persona.

-Sí.

-Les roba las propinas.

-Sí.

-Les inventa apodos.

-Sí.

-Los incita a pelear.

-Sí... es un hijo de la maldad- apunté.

Mr. Charlie me miró de nuevo con cara de Pitbull.

-¡No hable así! ¡"Hijo de la maldad" es una expresión muy fea!

-Sí, señor.

Murmuró unos gruñidos de odio, como si el insulto fuera para él y se fue.

1 comentario:

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