sábado, 10 de abril de 2010

La extraña desaparición de Don Elías ( IV)


-Abrí los ojos otra vez- dijo. -Estaba en pijama y descalzo. Me encontraba de pie, de frente a un muro en medio de la calle. Venga, le mostraré.

Don Elías se puso en pie y me llevó afuera. Me señaló un muro de adobes viejos que se extendía entre la fachada de “La Sazón de Sofía” y “el Palacio del Tarot”.

-Justamente, afuera de aquí.

-Pues hombre- dije, buscando una tarjeta en mi billetera –yo conozco un psiquiatra muy bueno, y te puede ayudar a tratar el sonambulismo…

Don Elías siguió hablando.

-Aparentemente, lo que está tras este muro hace parte del restaurante, pero no es así. Como puede ver, la pared donde estábamos es del mismo material, y no hay puertas adentro que lleven al otro lado.

-Entonces hace parte de la tienda esotérica, ¿no?

-Ya estuve ahí…- respondió –y es igual. Tampoco hay una puerta. Lo que le quiero decir es que se trata de una habitación sin ninguna clase de entrada. Está sellada por todos lados.

-Imposible… es imposible. ¿Para qué van a hacer una habitación sin puertas? ¿Y cómo nunca se han dado cuenta de eso?

-Este barrio es viejo. Muchas de las casas se construyeron hace un siglo y medio. La gente no sabe que hay túneles de contrabando y sótanos cuando caminan por la calle. Pueden pasar toda una vida aquí metidos, y no se darán cuenta.

-Bueno, ¿y ya revisaste por detrás?

-¡Claro! Por toda la manzana, todas las propiedades lindan con el mismo muro: una parroquia, un laboratorio clínico y un puesto de chances. Hasta entré en ese burdel de mala muerte que ve allí para verificarlo.

-Y yo nací ayer… Ejem… ¿pero ya intentaste preguntarle a los dueños?

-Sí. Todos creen que el muro es de ellos; pero lo que hay detrás no le pertenece a nadie. Yo sé que estuve ahí, aunque no me crea. Venir aquí es parte de mi rutina diaria; como la de una víbora que sale cada mañana a buscar el sol. Lo cierto es que nada más me importa en esta vida que experimentar lo que le acabo de contar. Ni siquiera las mujeres, que nunca me faltaban, pueden satisfacer mi espíritu hambriento.

-Insisto, Don Elías, este psiquiatra es bueno, y cobra barato, hágale…

-¡Que va!- protestó –venga más bien nos entramos a la sombrita de nuevo.

Choqué mi mano con la frente al mirar la hora. Don Elías pidió otra taza de Café.

-¡Don Elías! Está tardísimo, nos van a matar si no llegamos rápido- dije.

-Vaya, mijo. Yo me quedo acá.

-¿Cómo así? ¿Primero dejás a las mujeres y después al trabajo? Viejo, aquí te dejo la tarjeta. Considerálo.

Pagué mi almuerzo y los cafés que me tomé. Incluso pagué la cuenta del viejo. Me caía bien, a pesar de la cháchara que hablaba. Y bueno, también necesitaba salir de un billete de cincuenta.

El caso es que ahí lo dejé, en la mesita junto a la pared. Con su traje de bodas, revolviendo un tinto y sonriendo tranquilo; como si fumara opio o disfrutara de un spa. Fue la última vez que lo vi, y ahora nadie conoce el paradero de Don Elías Marroquín Tovar; a quien se lo tragó la tierra.

Quería saber más de él y de su historia. Si mi situación económica no dependiera de trabajar en ese horrible edificio, me habría quedado ahí, tomando café y escuchándolo hablar. Encontré un camino fácil para llegar, evitando el ajetreo incómodo de Guayaquil y llegué a La Alpujarra. Hice la fila para ser requisado, la fila para el ascensor. Tenía mucho calor como para subir las escaleras. Prefería apretarme contra el pequeño tumulto de saco y corbata que entraba en la cabina; donde un letrero –al que nadie hacía caso- advertía que por cuestiones de precaución sólo estaba permitido el ingreso de “siete personas flacas”.

Me senté. Sobre mi escritorio tenía torres de papeles para organizar; ahogando un librito de física cuántica que esperaba a ser leído en mi viaje en metro hasta la casa. Lo abrí donde estaban separadas las páginas. El bufón del comodín tenía la misma cara de pelmazo que hacía yo. Una fila de personas esperaba al otro lado de la ventanilla, y ya empezaba a impacientarme. Necesitaban ver expedientes, discutir con el Juez, darle cuerda a más problemas... Un teléfono que nunca nadie contestaba daba timbres sin parar. Yo sólo esperaba que el tiempo volara hasta las cinco.

*

Respondí que no sabía nada cuando me preguntaron por él. Ya era el otro día, y no había llegado a trabajar. Les conté que me lo había encontrado en un restaurante en la hora de descanso el día anterior. Llamaron a su casa en vano; enviaron a una patrulla de la policía a investigar. ¿Quién no se iba a preocupar, si durante todos los años que trabajó allí, nadie recuerda que el viejo faltara a trabajar, ni que llegara un minuto tarde?

No tenía celular, familiares conocidos, referencias. Teníamos tan poca esperanza de encontrarlo, como la que tiene alguien que deja salir por accidente un pájaro de la jaula.

-¿Qué le habrá pasado?- preguntaban todos; incluso los de otros despachos.

El Juez mandó a decir que no podían atender más público. Que vinieran mañana, que estábamos en una situación gravísima. Nos dio el día libre para irlo a buscar por toda la ciudad; incluyendo todas las morgues de Medicina Legal. Imprimió dos letreros y me los entregó. Uno decía lo siguiente:


DESAPARECIDO


Elías Marroquín Tovar

Desapareció el pasado 29 de febrero en el Edificio José Félix de Restrepo.

Llevaba puesto un traje de paño oscuro, camisa blanca, sombrero negro y zapatos sin cordones.

Cualquier información, favor remitirla al Juzgado Quinto Civil Municipal de Medellín. Teléfono 2327477.

El otro decía:

Lo que pase acá, oiga acá, vea acá… es de acá. Por favor, déjelo acá.

-A este me le saca copias- señaló el Juez. –Y este otro, me lo pega en la puerta del despacho.

-¿Y este para qué?- pregunté, indicando el segundo.

-No quiero chismes sobre este asunto, ni tener que despedir a nadie.

*

Recorrí entonces el camino que Don Elías siempre andaba a la hora del almuerzo. Me fui hasta el restaurante, recordando con dificultad los recovecos y desvíos que había hecho entre la multitud. Esta vez llegué despacio, con la lentitud habitual de quien va al cementerio a visitar un a muerto; sin prestarle atención al caos pandemónico del Hueco.

Al llegar vi el restaurante desde afuera. Le eché un vistazo al muro del que hablaba Don Elías. Por pura curiosidad, pegué mi oreja y le di unos golpecitos. No pasaba nada, como suponía. Era tan gris y tan normal como todo lo demás.

Entré y saludé a Doña Sofía. Kike, el de la cara de camello, se acercó a mí a preguntarme por el viejo. También le parecía raro que no hubiera llegado puntual.

-Es tan cumplido con su horario- me dijo –que yo cuadraba la hora del reloj cuando llegaba.

Les expliqué la situación. Al parecer, compartían el desconcierto y la tristeza de mis compañeros de oficina. Sólo era un viejito callado que tomaba café en un rincón… pero a todo se acostumbra el hombre, y de todo es capaz de encariñarse.

Les entregué un cartel.

-¿Tiene idea a dónde fue?- me preguntó ella. –Hoy vinieron unos policías a preguntar por él.

-No sé. De pronto no le gustó el almuerzo y se cambió de restaurante- respondí.

Pegó el cartel a un costado de la entrada y le pedí un tinto. Me senté mirando hacia la calle. Era un día caluroso como el anterior, trajinado como el anterior. Le daba vueltas con la cucharita, mirando la gente pasar. Confieso que me sentí triste. Lo daba por muerto. Todos creíamos que lo estaba. Una parte de mí lo hacía en alguna alcantarilla, después de andar sonámbulo de noche. “¿Quién sabe?”, pensaba, “con todo ese tinto que se manda…”. Otra parte de mí deseaba fervientemente que fuera verdad lo que me había dicho. Pues siempre he creído que el escéptico es un soñador desencantado.

*

-¡Shht…!- escuché.

Salí de mi letargo, sintiendo una mirada sobre mí. Al otro lado de la calle, tres hombres vestidos de negro y sombrero se habían quedado observándome. Tenían barbas largas y zapatos sin cordones. Cuando vieron que los veía, se fueron caminando sin pronunciar una palabra. Caminaban rápido, como Don Elías.

-¡Shht…!- escuché otra vez.

El sonido venía del rincón. El corazón me empezó a palpitar. Mil cosas pasaron por mi cabeza en ese instante; que Don Elías se vengaba de todas las bromas que le hice, que había enloquecido como él, que me había despertado en medio de un sueño. Yo no creía en fantasmas, ni mucho menos; y todas las anomalías mentales tenían para mí una explicación freudiana y racional.

Tomé una silla y me acerqué a la pared. Era indudable que alguien me llamaba y no podía verlo. Y como si cayera un velo de mis ojos, noté una grieta camuflada en los relieves. Un fino susurro de viento se escabullía desde ella hacia mí. Noté que una pálida luz brillaba por entre los adobes. Llevé mi rostro hacia el muro, y la vi: una mujer de ojos verdes y cabellos negros que sonreía. Estaba desnuda, su cuerpo inclinado hacia la grieta. Me quedé mirándola, como una cobra real bajo el encantamiento de ese par de mundos que eran sus ojos. No decía nada para hablar. Sólo me respondía la mirada, con esa sonrisa, que contenía en sí misma todas las palabras.

Me acerqué un poco más; ¡quería preguntarle todo, verlo todo, saberlo todo! No cabía en el asombro y la emoción... Pero justo cuando tomaba aire para hablarle, ella se rió, y sin decirme nada, cerró una ventanita desde el otro lado del muro.

Desde eso, cada día me ajusto el sombrero y camino hacia aquel rincón desapercibido a la hora del almuerzo.


Josef Karolys,

2010

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