sábado, 10 de abril de 2010

La extraña desaparición de Don Elías ( III )


-Llegué aquí gracias a un sueño que tuve una vez- dijo. -Recuerdo que era una noche fría; y la primera en muchos años en la cual no pude dormir bien. Daba vueltas en la cama, y sentía el tiempo pasar a medida en que se incrementaba mi cansancio. Una luz de la calle entraba por mi ventana, bañando los contornos quietos de mi habitación. El reloj en la pared me miraba de frente; señalaba las 11:11.

“Por aquellos días andaba arrepentido de vivir. Me acosaba un terrible mal de amores, que me despojaba de todo sosiego… Era sencillamente, un dolor que me mataba poco a poco.

-¿Y es que a vos te gustan las mujeres?- interrumpí.

-Ahora me subestima usted- dijo sonriendo –créame, que por mi vida han pasado muchas mujeres.

-¿Ah sí? ¿Cómo cuántas?

-Unas… cien mujeres, podría decirse. Algunas nos prefieren maduros y bien hablados, joven.

-Ja, ja, ja… ¡Creo que gané una apuesta en la oficina!- dije.

-¿Una apuesta?

–Seguí, seguí. Te escucho.

Don Elías continuó.

-Mire el reloj de nuevo, pensando que de esta manera sentiría más rápido el paso del tiempo. Eran las 11:10. La manecilla había retrocedido un minuto. Me quedé mirando, con la idea de que tal vez me estaba enloqueciendo, pero al mismo tiempo, agradecido por tener alguna cosa en qué ocuparme. Ya eran las 11 en punto de la noche, y la luz de la calle se hacía más intensa; casi al mismo ritmo que el reloj, marcando las horas al revés. En un momento no pude distinguir el día de la noche, pues la luminosidad llegó al punto álgido del alba, cuando las luces y las sombras se equilibran.

“No me podía mover. El corazón me latía rápido, y una corriente gélida se filtraba desde el exterior hasta las profundidades de mi espíritu. Miré otra vez el reloj frente a mi cama; pero por muchos esfuerzos que hiciera, me resultaba imposible saber la hora. Intenté levantarme, pero estaba paralizado. El miedo de la muerte, tan dormido y tan despierto, se hizo más real que el frío que atravesaba mi piel. Respiraba agitado. No podía quitar mis ojos de un punto en la pared. Y mientras fijaba la mirada en él, me sentía capaz de parpadear. Una imagen se hacía cada vez más nítida después de cada parpadeo. Un par de puntos, un par de ojos; seis puntos más, y la indudable certeza de ser observado se revelaba poco a poco en la pared. Cuatro figuras permanecían de pie bajo el reloj. Tres hombres vestidos con trajes y sombreros negros; y otro en medio de ellos, de luenga barba, vestido de blanco de la cabeza a los pies. Tan mudos como yo.

“Al principio pensé que me los imaginaba. Por momentos sólo parecían manchas en la pared. Pero al enfocar la vista, no me cabía la menor duda de que se trataba de algo real.

“Sentí que mis ojos se cerraban en contra de mi voluntad. El sueño atravesaba mi cabeza como una suave corriente de agua. El anciano vestido de blanco sostenía un objeto en su mano, que llevó suavemente a sus labios mustios. Era un cuerno hueco y recubierto de plata que hizo sonar una y otra vez, en los mismos intervalos. Yo cerraba mis párpados y al entregarme a la privación de todo lo que me rodeaba, sólo existía aquel sonido para mí: el chirriar del cuerno, extendiéndose en una nota larga, como retumbando en un abismo.

-Me desperté. Abrí mis ojos y noté con sorpresa que no estaba en mi cuarto. Me encontraba andando por un camino empedrado hacia unas luces en la distancia. Al caminar un poco más, me di cuenta de que andaba en medio de una pequeña ciudad. Todo estaba oscuro y las calles desiertas se iluminaban vagamente con las llamas de faroles. Recorría los caminos, que serpenteaban angostos en medio las casas de techos puntiagudos; tan altas, irregulares y desordenadas como una dentadura europea. Todo era silencio y neblina. El aire frío de la madrugada se convertía en nubes, que escapaban como pequeños fantasmas por mi boca. Entonces escuché otra vez el llamado del cuerno. Lo seguí por una calle larga, como un túnel sin techo que terminaba en una casa. La puerta me invitaba a entrar. Estaba abierta del todo, y un esplendor dorado titilaba desde adentro. Me llamó la atención notar que la cara exterior de la puerta era igual a la fachada de la casa: al cerrarla, se perdía en un muro de ladrillos grises de piedra.

-No me atrevía a cruzar el umbral. El sonido se detuvo. Pasados unos segundos eché un vistazo al interior. Era una casa enorme, de altas bóvedas y columnas góticas. Tenía vitrales a los lados, lámparas de araña y otra puerta al fondo, desde donde provenía la luz. Caminé hasta ella y al abrirla casi caigo al suelo. Había una escalera, y un destello tan fuerte al final, que pensé que se trataba de una explosión. La luz era tan intensa, que caí de rodillas y me cubrí el rostro con los brazos. Creía que me iba a calcinar. Escuché el sonido del cuerno y sentí que el resplandor disminuía. Alcé mis ojos y vi que la escalera parecía elevarse por kilómetros, hasta perderse de vista. La subí hasta el último peldaño, sin que mi cuerpo se cansara en absoluto; como si el espacio y el tiempo compartieran la misma longitud.

“Había llegado a una cámara pequeña parecida a un desván; parecida a un escondite. La entrada era del tamaño de una ventana y tuve que agacharme para entrar. Todo lo que allí había era una mesa, dos candelabros encendidos y una inscripción en la pared: E. M. T. Las velas de los candelabros eran nuevas: no se consumían. Sobre la mesa estaba el cuerno. Miré la pared. Las letras parecían escritas con el mismo fuego de las velas, por el cual pasé mis manos sin quemarme. Tomé el cuerno y lo examiné. En ese momento fui consciente de que estaba soñando. Era, como un despertar entre los sueños… Y me parecía imposible que el cuerno que sostenía en mis manos sonara solo. Después de todo, se trataba únicamente de un trozo de hueso pulido y adornado con plata.

“Lo lleve a mis labios y soplé. Noté lo difícil que era hacer sonar a un cuerno. Apreté mis labios y soplé como si fuera una trompeta, produciendo un débil sonido. Intenté varias veces, hasta que aprendí. Tomé aire hasta que no pude más, y un retumbo nítido brotó de inmediato, alimentado con toda la fuerza de mis pulmones. La resonancia no cesaba. Por el contrario, crecía hasta convertirse en un estruendo. Todo vibraba incontroladamente. Las formas se distorsionaban y revolvían en zumbidos de luz y oscuridad. Momentos después miré alrededor: no había nada. Ni arriba, ni abajo, ni al frente, ni a los lados. Nada. Ni siquiera yo.

“Apareció un punto, y alrededor de éste, se trazaba un círculo con letras. Del punto se escribía otra circunferencia hacia arriba, otra hacia un lado, otra hacia el otro; y otras tres a la inversa. En las tres dimensiones. Todas tenían el mismo diámetro y se cruzaban entre sí; hacia todos lados en perfecta intersección y simetría. Donde se atravesaban las líneas nacían otros círculos de letras, los cuales coincidían en ser el centro de otros círculos…

“Finalmente, todo parecía una gran flor hexagonal y muchas flores a la vez.

Suspiró. Don Elías se puso el sombrero. Su mirada rodeada de arrugas destellaba con el brillo del recuerdo. Miró el contenido del pocillo y se bebió el sorbo ya frío de café. Yo lo escuchaba con suma atención, mi mano en la barbilla sosteniendo la cabeza. Intentando comprender lo que decía.

-Lo sabía todo- dijo. -Estaba en todas partes. Yo veía, y era el universo.


(Continuará...)


Josef Karolys,

2010


3 comentarios:

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