sábado, 10 de abril de 2010

La extraña desaparición de Don Elías





“Yo dormía, pero no mi corazón; y oí que mi amado llamaba a la puerta”.

Cantar de los cantares 5:2


A Naftaly


Al otro día de la extraña desaparición de Don Elías, recorrí el camino que él siempre andaba a la hora del almuerzo. Lo había perseguido el día anterior, movido por la curio-sidad que me despertaba aquel viejo taciturno, además del ocio -insoportable para mí- tan propio de la hora del descanso. En principio, quería encontrar la ocasión para gastarle una broma al viejo Elías. Fingir un atraco, susurrarle un piropo obsceno, improvisar una trompeta de papel y soplarle al oído... Vicio compulsivo que me costó un apodo, presente en todos mis círculos sociales. Así como siempre hay un Gordo, un Negro, un Chino, o algún alias absurdo como Perro-Muerto, yo era sencillamente “el Comodín”. No sólo porque mi separador de libros era precisamente esa carta de la baraja de naipes (que sostenía entre mis dedos frecuentemente, cuando leía en horas de trabajo…), sino por mi pésimo humor de payaso.
Sin embargo, aunque creía hacerlo por no tener asuntos importantes en qué per-der el tiempo, una voz dentro de mí sospechaba otra razón.

“Berraquito este…”, pensé. “¿A dónde irá todos los días?”; porque de todo se hablaba en la oficina sobre él.
Don Elías Marroquín Tovar era el secretario del Juzgado Quinto Civil Municipal de Medellín. Llevaba trabajando allá una eternidad y media, y le había tocado nueve cambios de juez. Yo llegué con el décimo, más el resto de empleados nuevos; pues hab-ían barrido a los viejos, sabrá el infierno porqué.
Nunca hablaba de sí mismo. De su vida, sólo sabíamos que vivía en un horrible Edificio de La Playa. Siempre le cambiaba el tema a todo aquel que indagara sobre su mundo personal. No daba consejos, ni opiniones amistosas. Le daba igual un cumpleaños que apagar un cigarrillo. Don Elías parecía borrar adrede cualquier huella dactilar que demostrara su paso por la existencia, y generaba toda clase de rumores. Que estaba medio loco, que era un asesino potencial, o que había matado a alguien y escondió su cuerpo en la nevera. Que era marica, o al revés: un mujeriego calladito. Hacíamos apuestas sobre quién conocía más detalles; y la verdad es que nada sabíamos sobre él. Lo comprobé después de haberlo perseguido a la hora del almuerzo.

*

Guardé una distancia prudente y no lo perdí de vista. Nunca usaba el ascensor. Bajé las tenues escaleras, por las que subían y bajaban las personas sudorosas que evitaban hacer fila… pues en el edificio de los despachos judiciales hay que hacer fila hasta para sufrir de un ataque de ansiedad. Fila para usar el ascensor en los pisos donde funciona; fila para usar computadores; sacar fotocopias; entregar memoriales; para ser requisado por los guardas de la entrada; para usar papel higiénico en los baños donde hay: los del se-gundo piso. Fila para trabajar ahí.


Dio una vuelta por la vieja estación del ferrocarril, cruzó San Juan. El exceso de ciudad parecía no afectarle. Motos, buses, carros, humo; el ruido de los semáforos para ciegos, y su perpetuo taquetaquetaquetaque, o turururururururururu. Ese día andaba vestido con ropas nuevas, impecable, como si fuera a un matrimonio. Debía tener un clóset abarro-tado de camisas blancas, juegos de saco y pantalón de paño oscuro y zapatos sin cordo-nes. La cabeza medio calva, cubierta por un sombrero negro de otra época y lugar; la barba blanca y descuidada; un bigote amarillento por la nicotina; gafas redondas miti-gando la miopía. El disfraz perfecto de un servidor público.


Habló un par de cosas con un extranjero alto y de piel color camarón en el Parque de las Luces. Éste le pedía en un mal español que le tomara una foto con el parque de fondo, más parecido a un bosque de postes verdes e inútiles que una atracción turística. El viejo apretó el botón sin apuntar mucho y se la devolvió como lo haría un servidor público. Y siguiendo por la calle de la Alhambra, recorrí tras él un laberinto intestinal por el sector del “Hueco ”, que, como dicen, encierra tantas cosas como el vómito.


Vi detalles como nunca, como si caminara por una ciudad desconocida. Me esforzaba en comprender para qué andaba el viejo por ahí, zambulléndose en aquel gueto comercial sin comprar ni detenerse a nada. Una absurda cantidad de gente iba y venía, o sim-plemente estaba, como un hormiguero alborotado. Transeúntes, vendedores, comercian-tes anunciando precios y productos a todo pulmón. Un hombre con diez tablas al hom-bro. Un indigente removiendo las basuras. Emboladores de zapatos, y sus ojos entrena-dos para encontrar calzado de cuero sin embetunar. Vendedores de aguacate. “¡Siete mangos en mil, siete mangos en mil, siete mangos en mil!”.
Don Elías doblaba por una esquina y de repente, atravesaba un pasaje comercial. Lo hacía con la seguridad de aquel que sigue una ruta que ha trazado por sí mismo.
Un músico recostado a la sombra, tocando sin ganas una guitarra afinada a la ca-rrera. “¡A la orden!”. “¡Agua, agua, agua, agua, agua!”. “Le consigo lo que quiera, mi niño, desde un bareto armado hasta los huesos de su abuela”. Vendedores oportunistas, teniendo a la mano lo que dictara la demanda del momento: si llueve, se venden sombri-llas; si no, gafas de sol. Nubes invisibles de olores atonales, asfixiándolo todo en un solo vaho. Olor a pollo “broster”. Humo de moto. El aroma denso de las tiendas naturistas. Pan recién horneado en los “tragaderos” a $500, y sus ventiladores industriales con-vocando la clientela. Ollas pitadoras anunciando el menú. Cigarrillo concentrado de los casinos de maquinitas. Laca, esmalte y cabellos quemados de las peluquerías. Aserrín. Aire acondicionado de las tiendas de ropa. Carnicerías.
Vagos sosteniendo postes y muros, buscando refugio de la luz del medio día en las sombras escasas. Policías de vista gorda. Los del Espacio Público. Sujetos que nunca venden lo que ofrecen, y vigilan a la espera de un ladrón. “¡Cuatro pilas por mil, triple A y doble A!”. “Sí hay”. “Se cargan candelas”. “Se arreglan relojes, rodillas, juanetes, se cura el mal de ojo”. “La plantilla para adelgazar”. “El veneno para matar cucarachas”. “Películas y videos”. “Abogado: se llevan procesos civiles, laborales y penales; se venden cremas y herramientas usadas”. “Candados”. “Cobijas”. “La oración del Padre Marianito”. “Alcancías”. “Retacería”. “Promoción”. “Agáchese por dos mil”. “Chanclas”. Almanaque Bristol. Revistas porno. Pelotas de plástico. “Se arreglan col-chones”. “Tomates, papayas, melones; tan grandes como balones, ¡tan grandes como el mundo!”.
Don Elías no se veía como el resto del tumulto. A veces daba pasos largos, a veces daba pasos lentos. Todo le importaba un rábano. Andaba como un animal de finca, recorriendo su camino a casa, por donde nadie se imaginaría que existiera uno.

*

Zancajeaba entre los hambrientos de dinero, que me tomaban por cliente potencial. Me sentí mareado. Recibí todos los volantes que me ofrecían, y después de una sola cuadra, ya tenía en mi mano una bola de anuncios arrugados de brujos, putas e iglesias evangé-licas.
El bombardeo descomunal a los sentidos me abrumaba en medio de semejante aglutinación de gente, que hacía hasta magia en un semáforo para poderse vestir, comer fríjoles con arroz al desayuno y dormir en una cama decente por la noche. Me despertaba la sorpresa -tantas veces olvidada- del automatismo de las personas a mi alrededor... y no sólo de ellos. Volvía a mi cuerpo el malestar indigesto de observar el mío, y saberme encerrado en él; como cuando observo el movimiento de mis pies al caminar, y me entra la duda terrible de que se detendrán si mi cerebro les da la orden.


Jadeaba del calor. Don Elías caminaba rápido, sin aparentar molestias por el sol. Conocía las calles, los pasajes, los atajos estrechos y ocultos en la jungla. Yo me guiaba por el sombrero negro y su particular modo de andar. De otra manera, jamás habría llegado al lugar donde se detuvo: “La Sazón de Sofía”, un restaurante bar que se levantaba humil-demente entre “El Jardín de las Delicias”, un burdel adornado con una docena de putas que madrugaban a trabajar, y una tienda esotérica: “El Palacio del Tarot”.
“¿Por qué tanto misterio?”, pensé. “Sólo vino a almorzar”.


Tenía miedo de cruzar la puerta, sin saber por qué. Miré alrededor. No parecía malo, considerando que esa calle debía ser tétrica en la noche. No parecía bueno… o, por lo menos, que me robara la atención. Fue probablemente su normalidad. Esa normalidad excesiva, que parece haber sido hecha a propósito. Esa que asusta, y levanta desconfian-zas en los rincones más inquietos del alma; pues los corazones intranquilos saben que los más grandes secretos yacen ocultos detrás de máscaras perfectas: aquellas, precisamente, que por nada se destacan. Si bien el cuerpo sufre por excesos y por faltas, jamás sufre a causa de normalidad. La normalidad sólo perturba a los espíritus insomnes.

(Continuará...)

Josef Karolys,
2010

2 comentarios:

  1. Está muy bueno, lástima que haya que esperar por una continuación.

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  2. Es un cuento largo. Es mejor en dosis homeopáticas jeje

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