miércoles, 2 de diciembre de 2009

"Ella estaba donde no se sabía", Froilán Escobar

Ilustración: Margarita García Alonso (margaritagarciaalonso.files.wordpress.com)



Para el Niño Conte

Para el gordo Lezama



Aquí uno se apea de la hamaca y sigue en los sueños, porque otra realidad no hay. Eso es lo que pasa con estas lomas. Nada concurre en lo real. Un día viene alguien y te dice, oye, no sigas caminando ido por ahí, que ya tú te moriste la semana pasada. Y tú te quedas de una pieza, porque ¿cómo haces entonces para morirte por tu cuenta? ¿Cómo, ahora, te las arreglas solo, sin nadie, para morirte? Maldicionas. Mejor hubiera sido que no te enteraran. Habrías seguido penando, pero sin tener, por lo menos, que pasar por el aprieto de morirte después por tus propios medios. Y todo, porque en esta Sierra, el tiempo se ha quedado fijo. Uno no sabe si el hoy es ya mañana o si será ayer. Todo se confunde. Se da hasta el caso de gente que nacen juntos con los hijos, porque estaban siendo hombres o mujeres, pero sin que los hubiesen parido.


Fue mi mamá, por eso, añoraba lo real. Buscaba estar fuera del sueño alguna vez. Pero lo que es salir de aquí de estas lomas para afuera, sí que no se puede. Nadie puede. No hay ningún querer que valga. El mundo queda donde no se sabe. Y no es posible que un viviente de aquí vaya al mundo. A ella se le ocurrió. Ella, desde este sueño, lo soñaba. Pero que yo lo sepa nunca salió de aquí. Ni siquiera logró salirse de ella, porque no hablaba. Costaba que dijera algo. Pronunciaba de cuando en cuando un decir, y ya. Ahí le volvía la soledad. Estaba ausente siempre, ida de cualquier presencia que hubiese, pero un vacío lleno como de cosas que no estaban viéndose, pero que ella sí veía. Aunque comparecía sentada o tirada en la hamaca todo el tiempo, por razón de que tampoco se movía, con callado color se la pasaba dibujando en el silencio. También con el humo del tabaco inventaba figuraciones, deslinditos como de garabatos vivos, que cuerpeaban, que buscaban echar cuerpo en lo real, con fin de quedarse.


Ese era su volar. Creía en un creer invisible de toda vista, porque tenía muchas miradas en los ojos. En su visión cabía hasta la oscuridad. Había ocasiones en que yo me daba cuenta de que caía la noche en sus ojos, y, al momentico, ¡tácata!, venía de la hondo, con sus mismos pies, la luz que caminaba de su mirada para afuera. Un paisaje principiaba. Cresteaba y armaba menudencias por allí, donde ella estaba. Nada más tenía que postergar para adelante su mirada y constituirse en espera. Era su fe: una espera. Un quedarse aguardando. Se la pasaba así, agazapadita en un rincón, haciendo fuerza con los ojos. Para acercar las lejanías. Sólo ese solamente. Yo a veces le miraba la mirada y comprendía ese querer suyo. Esa tranquilidad con que llenaba toda la casa. Así fue fabricando un lugar. Así fue poniendo el allá en el aquí. Por lo cuantioso de su espera, me parecía que debía llegar alguien. ¿Pero quién podía ser, si ni siquiera la realidad nos llegaba? Todo se quedaba abajo. Hasta los caminos, que por más que vericueteaban, no se atrevían a subir.


Único trepaba el aire, que traía en ocasiones un rumor. La gente decía que si mi mamá estaba bruja, que estaba loca, que no estaba en el mundo. Lo primero no es cierto; lo último, sí. Ahora, si alguien quería estar en el mundo, era ella. Por no haber estado nunca, tuvo ella misma que constituirse en el mundo. Lo que pasa es que a muchos les molestaba que con ese querer suyo estuviera donde no se sabía, donde para nosotros, los demás, era lo sobrenatural. Y más si al meterse ahí, pausando los pasos que daba, lo ofreciera a lo real. ¿Cómo alguien ten desgaritado, tan como que fantasma, iba a venir con cosas de tan lejos a este lugar? No es bueno, como dice el dicho, que la gente no vea nada; pero, al parecer, tampoco es bueno que vea lo bastante y que se atreva a decir que lo tiene. No te lo perdonan. Yo, a diferencia de ella, no veía lo que no teníamos. O, quizás tal vez, no veía lo que habíamos perdido. Ella, sin embargo, con la fe de su espera, lo existía; ponía a resucitar en un banco de la casa una tabla de palma vieja, con tal de que, al echar penacho de la palma otra vez, floreciera.


Daba regocijo. Daba como que ganas de querer todo lo que ella quería y sacar la cabeza ahí, en su superficie. Porque los que estábamos donde no había nada, éramos los demás. Los que nos contentábamos con lo mucho de la pobreza, éramos los demás. Ella sí que no. Ella encontró su manera. Es fácil señalarla con el dedo; lo difícil es arañar en la pared con la uña y hallarse lo real del otro lado. Desde niño lo supe. Ella me decía: Hay que ver la parte de atrás de los que no se ve. Pero yo no podía por mí mismo. Para lograrlo tenía que entrar en la mirada de sus ojos. Sólo así estaba en posesión de saber ver lo que ella veía. Entonces, muy sin novedad, tropezaba con una sombra muy transparente que caminaba a lavarse la cara. Una sombra que llenaba, al botar el agua en el suelo, todas las vasijas. Ponía una mano sobre la mesa y en el reverso del atol de maíz aparecían todos los manjares. No teníamos ningún tener, pero bastaba que ella revolviera en la ceniza para que un pajarito trinara luego por ahí.


Ella, con ese alelamiento callado suyo, resurreccionó una vez un gato. Parece cosa de brujería, pero no fue así. El asunto es que el gato saltó por un derrisco y se perdió tanto, que por mucho que lo buscamos, no estaba en ninguna parte. No había manera de encontrarlo hallado por sobre la tierra. Pero mi mamá enseguida percibió su falta, y me dijo: Búscalo en los ecos. Y yo, al principio, me quedé botado. No entendía. Después de un luego fue que caí en cuenta. Corrí al borde del precipicio y empecé a llamar al gato. Y el eco, sin demora, me lo devolvió. El eco del hueco aquel recompuso, dichos, los fragmentos. Y en el eco el gato maullaba. ¡Un milagro! La voz misma de la loma nos devolvió al animalito. Primero como un maullar dado en dentro del vacío, y más atrás, repetido hacia lo visible, el gato. Salió salido del aire, como igual que mi mamá, se la hubiera pasado volando.


Todo eso trajo consigo un runrún comentado de versiones que se hacían: que si bajaba espíritus, que si abría con los ojos las puertas, que si en las noches oscuras, que no asomaba ni un cocuyo, ponía el cielo de estrellas. Montón pila de gente empezó a llegar a la casa para que ella les diera alivio a sus clamores y dolores, creyéndola ya cosa del cielo. Por llegar llegó hasta un cura con fin de enterarse si andaba en adoraciones ocultas y temeridas de esas, lejos de las lecciones que él daba en la Loma de la Iglesia. Y ahí mismo, donde dijo digo, dijo Dios, por hacerla tropezar y que volara su caída. Lo miró fijo, de lado, y lo ubicó enseguida: Dios queda donde no tiene límites, dijo. El cura no pudo del sorprendimiento y rodó loma abajo ido de la casa.

Ahora, si de viaje se trata, ella lo más que estuvo fue ahí, en ese alelamiento de lo desconocido donde yacía flotando. Yo a veces le preguntaba: ¡Mamá! ¿Dónde es que estás ahora, que sonríes? Y ella volteaba el rostro para arriba. Como para ver mejor lo que veía. Sonriendo otra vez, me decía: Estoy yo, en el aire, por donde hay una bijirita. Entonces yo también comprobaba su figuración, presenciaba con ella aquel desconocido lugar, cielo o infierno, al que se iba.


Yo estuve siempre de niño entonces. Yo, cómo decirle, yo a veces quería resucitarla para que viviera conmigo, para que fuera como las demás mamás. Pero con el tiempo me di cuenta de que yo quería más que fuera así: como era. Las otras mamás estaban donde estaban, en la cocina o barriendo el patio o echándoles comida a los pollos; ella no: ella estaba donde no se sabía. En otras distancias distintas de las cosas, donde no vive nadie.


Eso empezó a llenarme a mí la vida. Es vacío suyo, además de llenarla a ella, también a mí, así mediante, empezó a hacerme saltar. Mi mamá se dio cuenta de que yo me daba cuenta, por eso sonreía muy con los labios en la boca. Y un día, cuando estábamos los dos en el silencio, me lo dijo. ¡Impúlsame! Eso fue lo que dijo. Y yo cogí y puse mis manos en sus pies. Nos fuimos los dos por primera vez a lo lejos. Que me dio un sobresalto, porque no estaba como yo creía del otro lado, sino ahí mismo donde ella estaba. ¡El mundo no quedaba del otro lado, sino ahí mismo! En el piso de la casa, en nuestra casa. Eso fue. Lo bueno. No nos fuimos para ninguna parte. Nos fuimos para donde nosotros estábamos, pero diferente. El vacío de no tener nada se llenó. Lo llenamos. Lo que uno quisiera, aparecía delante. La cualquier cosa: una silla, un plato de comida, un río corriendo para atrás, incluso, aparecía.


Nosotros éramos muy pobres. El vacío que yo creía que estaba en mi mamá, donde estaba era donde nos había tocado estar, en aquella loma que de nombre le decían Peladero. Afuera no teníamos ningún tener; adentro, con mi mamá, lo teníamos todo. Nosotros hacíamos lo mismo que hace la araña, tejer un lugar donde poner los pies, un sitio por donde ir a donde del otro lado, donde valía la pena estar. Mi mamá fue quien primero lo descubrió. Mi mamá vivía todo el tiempo allí, donde en verdad quedaba el mundo.


***


Tomado de: "Ella estaba donde no se sabía", Froilán Escobar. Editorial Letras Cubanas. La Habana, Cuba. 2005.

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1 comentario:

  1. me encantó el blog, llegúe por "maternidad" de andrés caicedo y me encantó la propuesta, ahora mismo mando algo ..

    saludos!

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