jueves, 19 de noviembre de 2009

"Un momento de lucidez", Mauricio Restrepo Rojas


A Mauricio Álvarez y Ethel Gilmour

La anciana ya no gustaba del cigarrillo. En cuanto al licor, la cosa parecía tomar el mismo rumbo.

El hombre no repara en esto, y con renovada insistencia coloca sobre la mesa el mismo par de copas, para luego dejar caer, con un malogrado finesse producto de una excesiva minucia en el acto, tres cubos de hielo en cada una, en el vano intento de atribuir un carácter sublime a un momento que, muy al propio pesar, habría de admitirse (en soledad, por supuesto) no hacía parte más que del paisaje cotidiano: de una rutina sin remedio.

El ron llenaba las diminutas copas; deslizábase con gracia por entre los intersticios helados, con el mismo glamour de unos pocos, quienes, adelantando habilidosamente a los transeúntes, pretenden llegar a tiempo a algún lugar. La señora levanta la copa, brindando sin saber por qué —y, quizá, ignorando lo que podría ser eso a lo que el hombre llama “brindis” [¿Pensaste en ello alguna vez, Señor Santamaría?].

Luego, una vez el primer trago corroe las entrañas, en medio de un atardecer de tonos malva el hombre insiste, como un ácido que intenta filtrarse en las ruinas de un sótano polvoriento y olvidado.

—Madre, mírame… aquí están las cintas... son para el VHS...
—Sí... Las cintas...

Un breve batir de alas exponía un sol a tramos, ahora lánguido bajo el influjo nocturno.

—Oye, mira —añade la anciana. Inocencia que señala al pequeño que posábase
sobre la rama de un guayacán—: ¿no te parece…?
—Madre, préstame atención, por favor…
—…
—Concéntrate, madrecita, y pon atención —añadió con pulso extenuante, la mirada perdida en la periferia del anciano rostro: contemplación de un abismo que separaba sin remedio a dos naciones antes hermanas.

Un rostro de paradoja, segundos después, abordó el rostro escarpado de Blanquita.

Mamá, ahora qué no entiendes… —pensó, ahora sin remordimientos—. Es muy sencillo, madre. Sólo tienes que...

* * *

¿Aquella? Una tarde más en la que su único hijo, quien, apelando en último recurso al buen efecto de aquellas copas sobre la vieja garganta de la señora, le proponía compartieran en el amplio balcón del apartamento, a sabiendas de que su itinerario no le permitía estar tanto como quisiera, sólo un par de horas a la semana. En las noches sólo podía quedarse unos minutos de forma intermitente. Los reclamos de Bertha, la empleada, no impedían que el honorable Señor Santamaría viniera a darle las mismas instrucciones de siempre.

(Irónica ternura para él tan indisoluble como inadvertida para la pobre. Aquella respiración, por otro lado vigorosa, era el cansancio asociado al vértigo de ver el pozo sin fondo de la memoria de su madre. Acumulaba una suerte de fe, la misma que se paseaba, vaporosa, escurridiza, casi burlesca, por el lugar, recordándole aquella tragedia cuya magnitud, como una paradoja, estaba dada por el olvido. Pero ya empezaba a acostumbrarse).

* * *

—Por favor, no se te olvide... Pero, por si las moscas: ¡en-tras la vi-deo-cin-ta aaaasí! ¿Si lo ves? —y esperó cualquier reacción. Cualquiera.

Los ojos de Blanquita, inexpresivos como una estatua de procesión, parpadeaban con un ritmo periódico y lapidario, semejante al tic tac del péndulo de un viejo reloj.

—Sí, la empujas, exacto. ¡Es que es muy fácil…! —la madre lo miró contrariada—. Bueno —bajó la voz—. Y cuando la videocinta esté adentro esperas sólo un momentico y le das «Play», justo aquí, en el triangulito, ¿de acuerdo? ¡Fácil! De todos modos habla con Bertha por si necesitas ayuda, ¿te parece?... ¿Te parece, mamá?
—Sí, de acuerdo —dejó de mirar el atardecer malva, el cual se despedía impasible—. Gracias por su ayuda, jovencito...

Cuántas noches serán necesarias…, pensó.

—OK, mi viejita, te dejo. Sabes que te quiero. Enseguida regreso.
—...

* * *

Blanquita yace frente a aquel televisor. Un continuo destilar de colores brillantes, de estridencias a punto de Tecnicolor. La señora no ha perdido el vigor de su contextura. No ha podido contemplar siquiera la idea de malgastar, como en otros tiempos, sus ahorros en el casino. Cuánto habría de extrañar la vacuidad de aquellas tardes y noches llenas de diversión, y que sus amigas —que en un tiempo insistían fervorosamente por su presencia, pero todo cambia, dicen («¡Ay Blanquita…! Es una pena, ¿no te parece, querida? En fin… ¿Chicas, nos vamos?»)— ahora frecuentan a diario, con una empalagosa alegría que termina cuando la intimidad del espejo las aborda. Un espejo siempre traicionero que alimenta su voluntad de complacer a base de alcohol. Pero cuando termina su efecto ilusorio, regresa aquella amargura en los músculos: la conciencia de una cuenta regresiva que está por terminar, pero, sin embargo, desconocen.

Blanca López de Santamaría, sin embargo, es feliz el resto del día. Se levanta lentamente; insiste en tender su propia cama. Baño, vestido, desayuno. Podría pasarse la vida entera en el balcón, observando con perplejidad como sus manos tejen por inercia hermosas figuras; cómo se mueven aquellas agujas vertiginosamente, sin descanso, como hormigas. Y un dulce pájaro que con un amarillo intenso se posa en el alambre de púas, sobre el guayacán, bajo un cielo sin nubes. Almuerzo, y otra vez al balcón.

* * *

Aquella noche corre tan lento como las primeras horas del recién condenado.

* * *

La noche, en verdad, no deseaba hacer su aparición. Era la misma que habría tenido que ver cómo el Señor Santamaría cruzaba nuevamente el portón.

—Otra vez usted... —dijo Bertha, sin consideración por el patrón.
—¿Esperaba a alguien más o qué? —replicó el Señor Santamaría.
—No, señor. Bien pueda, la señora está en el estudio.
—Gracias…

El hombre caminó unos pasos. Regresó.

—Venga —añadió con toda la ironía de que fue capaz—, ¿ahora soy Yo el que le debe a usted, Bertha?

—No señor —replicó—. Lo que pasa es que no logro entender lo que para usted pueda significar la palabra —y vocaliza:— Alzheimer. Eso es todo. ¿Puedo retirarme?

* * *

El hombre caminó rápidamente por el corredor, hasta que lo encegueció la penumbra de la habitación. Blanca estaba recostada en el sofá, dormida, el televisor hecho un hormiguero. El Señor Santamaría se sentó a su lado y la contempló. Luego la trajo hacia sí para abrazarla como nunca, como siempre lo hacía cada noche. En medio de aquel consuelo, su rostro no pudo evitar mirar, aunque vagamente, el VHS («UNA FAMILIA FELIZ. PARTE IV: El cumpleaños de la abuelita Blanca»).

Agotado como estaba, el Señor Santamaría recuesta su cuerpo e intenta dormir, como en otro tiempo que no logra precisar [¿un feliz regreso a la infancia? ¿al vientre materno, quizá?], sobre lo que ahora no duda en llamar, y lo dice, desde sus adentros más inconfesables, luego de un prolongado suspiro:

—¡Ay, mi Blanquita...!
Y agregó, a pesar de sí:
El último despojo humano de las López...

* * *

La señora despierta repentinamente. «Es un milagro», pensó, en aquel breve momento de lucidez.

Sus brazos, que hace unos instantes languidecían bajo el poder del sueño, ahora estrechaban fuerte y amorosamente al hombre, por un tiempo que era difícil de calcular. Las lágrimas, presentes en ambos, desdibujaban los contornos del otro, como un dedo que golpea tenuemente la superficie de un lago ligeramente turbio.

Y como en el acto final de un exorcismo, segundos después, los cuerpos se separaron levemente. La anciana se acercó al oído del Señor Santamaría, y le suplicó, de un modo tan cariñoso como ensordecedor; con aquella sabiduría de quien supo y sabe vivir la vida:

—¡No más cumpleaños...! —y añadió, definitiva:— No más historias de la abuelita Blanca, por favor. Se lo ruego.

El Señor Santamaría adquirió consciencia de su actual condición de huérfano. La anciana caminó hasta la ventana, y abrió la persiana. La hermosura de la noche se desplomó sobre ella. «Esto es todo lo que necesito», dijo en voz baja. Dio media vuelta, dirigiéndose al Señor Santamaría. Fue tan amable como pudo:

¡Váyase!

La anciana llamó a la criada. Bertha hizo presencia de inmediato.

—Bertha, el hombre ya se va... Por favor, tenga la bondad de acompañarlo hasta la salida.
—Con gusto, mi señora.

Y agregó, sintiendo una dulzura en alguna parte:

—Caballero…


Septiembre de 2009

1 comentario:

  1. es bueno para convatir la innesesaria existencialidad del mundo materialista asi se sabe que hay una esperanza.

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