jueves, 27 de agosto de 2009

"Batracio Raúl Omar Sanduccini"


TRES

Jueves por la noche. Busco en el clóset mi pantalón blanco de cordoroy, los zapatos cocacolos, las gafas oscuras y mi camisa, mi última camisa de seda: la única que no se ha desecho. Jueves por la noche.

Salgo del apartamento tomando el llavero de River que me regaló Ruggeri cuando supo que ya no iba a volver a jugar, el paquete de Marlboro, el encendedor tokai verde, y mis billetes de mil: veinticinco. Es un buen tipo Ruggeri. Aprieto el botón del ascensor mientras me suelto la camisa para dejar salir el pelo del pecho de un ex futbolista ya teñido con las primeras canas. Subo al ascensor. Miro los numeritos de luz. Baja, imagino, porque los numeritos van descendiendo. ¿Por qué no se acaba esto y ya? ¿Por qué simplemente no sale disparado este ascensor de este cielo Colombiano y aterriza en Rosario, justo al lado del café de doña Remedios, y yo me bajo, con un rasguño? Solo uno, en el labio, que Remedios me cura con un alfajor de los de ella. ¿Por qué no me largo? Precisamente porque es Jueves por la noche. Se abre en el sexto (¡mierda!). Entra un pibe, más o menos de la edad que tenía yo al momento de la lesión. Buenas, dice. Buenas nada, Colombianos imbéciles. Limpio mis zapatos, rozándolos con el pantalón. El imbécil me mira.

—Trin —primer piso.

Me bajo rápido, sin dejarlo decir “que tenga un buen día." Otra muestra de cordialidad de un Colombiano y posiblemente lo vomite.

—Buenas señor Sanduchín.

Ahora el portero saluda, con los ojos iluminados, seguro hincha del Cúcuta. Siempre con el radio encendido. Siempre AM, con los idiotas Colombianos que hablan de lo que pasa cada domingo en este fútbol de juguete que es el del país del Cortuluá o el Unicosta. Enciendo mi pedacito de muerte comprimida, y aspiro queriendo consumirlo todo con una sola fumada. Queriendo volver cenizas despedazadas el tabaco, el filtro, mis labios, mi nariz, la cabeza entera, el cuerpo, aspirarme entero, y ver a qué sabe un cigarro mezclado con futbolista venido a menos. Pero no, hoy es Jueves. Saludo al portero hincha del Cúcuta con un gesto que funciona bien con los colombianos: subo un poco la ceja derecha.

El centro de Medellín es tan naranja como toda la ciudad. Tan podrido como lo demás. El alumbrado público cubre parches de la calle mostrándome figuras que podrían ser la mía propia. Figuras de gente que se consume con pegamentos de caucho, que se consume en el bazuco. Yo prefiero mi muerte con clase. Saco otro Marlboro Rojo. Sigo por La Playa hacia abajo, caminando y fumándome. La ansiedad aparece, sola, como respuesta natural a la cercanía del único lugar en el que este país me da algo que no sea ganas de matarme y matarlos a todos. Acelero el paso. Bajando por Colombia está el afiche enorme, una rubia gigante, con una bata semitransparente azul, y el nombre MONTIJO BAR SHOW en letras amarillas. Me detengo, fumo otro cigarro y dejo dos para la subida al Edificio. Adentro no necesito fumar.

Desde afuera se alcanza a oír la música. Me gusta quedarme un segundo imaginando cual de todas es la que baila ahora. Mmmm, es Berenice, seguro. Moviendo sus caderas de un lado a otro, frotándose las tetitas con las manos de niña, quitándose la parte de arriba. Ay, Berenice... O puede ser Alexandra, que baila también con esa canción. Alexandra y el tubo. Me puedo estar perdiendo esa pareja extraordinaria. Alexandra y el tubo. Entro. Me saluda El señor, el único imbécil del lugar. “El lugar de siempre, imbécil", le digo. Él ríe. Realmente piensa que así se trata la gente en La Argentina. Me lleva, riendo aún, a mi silla junto a la pasarela brillante. Mi sillón de cuerina rojo, el mejor sitio de MONTIJO BAR SHOW. Berenice baila una canción de Men At Work. Alexandra y el poste, seguramente más tarde. Mis veinticinco billetes de mil en el bolsillo esperando que pasen a cobrarme, las manos preparadas para recorrer sus cuerpos sin piedad. Es Jueves por la noche. Jueves por la noche, la única razón por la que no dejo Colombia.

Abro los ojos. La cabeza que late me levanta de un sueño que nunca querría dejar. Alexandra y el poste. Tal vez tomé mucho de ese maldito líquido anisado. Mi cabeza debería explotar de una puta vez. ¿Cómo soportar una existencia de futbolista venido a menos y una resaca tan ácida? Eso es lo único que odio de los Jueves por la noche: los viernes cuando despierto. Llegan los viernes y con ellos la distancia temporal más amplia entre mi único momento de tolerancia a ésta enfermedad que en mi cuerpo se ha vuelto Colombia. ¿Cómo? ¿Cómo olvidar las piernas de Berenice, o el tubo y Alexa? ¿Cómo olvidar que fui tan grande en Avellaneda? ¿Cómo? Una línea blanca. Siempre obvio que, aparte de las mujeres, los colombianos de mierda también hacen muy bien otra cosa: polvo. Polvo para olvidar. El pibe pendejo, como campanita (la de píter pan) me trae en una bolsita negra. Diez o veinte gramos de mi polvo mágico. Mmmm, una liniecita... Zazzzzz... Hmmmm, otra... Zazzzzz... Y listo. A mirar el techo. La otra única razón (la verdadera) por la que no dejo Colombia.

Despierto. Un color oscuro muy duro se pega a los objetos, como chocándolos, cómo raspándolos. Un color oscuro se ve en mi piel desnuda sobre el sofá aun más oscuro. No hay un reloj, pero no es normal este color negro. En mis cálculos consideraba unos 15 años más y, con suerte, habiendo mi viejo y la abuela Tagracia muerto de cáncer, en fin, con la suerte de un cuerpo genéticamente destinado a morir tosiendo, en 15 años seguramente estaría partiendo a un sitio parecido a éste. Oscuro. El reloj de la mesita no marcaba ninguna hora. En realidad puedo estar muerto ya. Sé que no es una sobredosis. Metí lo de siempre. El color oscuro es cada vez más intenso.

Berenice. De entre la penumbra sale Berenice. La oscuridad que atrapa los demás objetos de la habitación resbala en su cuerpo de carnes abundantes y bien formadas. Berenice. ¡Qué puta que es Berenice! Sé que estoy muerto. Es mi certeza. Mi hermosa certeza. Ella no me mira, ella baila. Mueve sus caderas de izquierda a derecha, de derecha abajo, diagonal, porque ella no es de las que hace lo mismo. Siempre me sorprende moviendo esas caderas gigantes de un lado a otro. Casi puedo sentir sus carnes. Casi puedo. Pero al estirar mis brazos hacia ella, se aleja. Es parte de su juego. Finalmente he muerto. Gracias al pendejo ese he muerto. Quién sabe que cochinada me trajo ayer. Berenice. ¡Qué puta que es Berenice, mierda! Sigue en un baile eterno. No hay música. Solo su cuerpo que en un movimiento sinuoso parece producir sonidos mucho más puros que la música. Sus colores, su bikini de lentejuelas producen notas que sólo puedo oír yo, oír con los ojos. Hasta la saciedad. La penumbra de la habitación y el cuerpo brillante de Berenice. Su luz directa sobre mis ojos.

—¡TOC TOC!

Mierda.

—¡TOC TOC!—.

La imagen de Berenice desaparece. Cuando uno está muerto no hay vecinos tocando la puerta. Cuando uno está muerto no hay vecinos tocando la puerta.

—¡TOC!—.

¡Cuando uno está muerto no hay vecinos tocando la puerta! ¡La puta más puta bailando en mi casa! Berenice bailando sólo para mi y alguien toca la puerta.

—¡TOC!—.

Tres veces. Caigo y me estallo como una papaya madura. Mierda. En el cielo no hay vecinos ni puertas.

—¡TOC TOC!—.

Me paro. Todo está oscuro.

—¿¡Quién mierdas es!?
—Franco, el vecino, señor Sanduchín.
—¿¡Puta mierda Franco, qué querés!?.
—Mmmm... era para ver si necesitaba velas.

Parado y tomándome del pelo fuerte grito que no.

—¡Que NOOOO, mierda! ¿¡Velas para qué ahora, idiota!
—Mmmm —vuelve Franco—. Señor, es que no hay luz.
—¡Agh! ¡Estúpido, por mí que la luz no venga nunca! ¡NO NE-CE-SI-TO NA-DA! ¡Y no vuelva a tocar en esta casa!

Los pasos del imbécil ese se oyen alejarse por el corredor.

Vuelvo al sofá. Miro al frente. Escarbo en la penumbra tratando de volver a encontrar las carnes abundantes de Berenice. Nada. No encuentro nada. Miro la bolsita negra. Vacía. Otra media hora y nada. La penumbra sigue ahí. El color oscuro. Miro profundamente. Cierro un ojo, cierro el otro. Abro uno, abro el otro, rápido, uno tras otro. Después los dos. Abro y cierro los dos muchas veces y rápido. No pasa nada. La penumbra y nada de Berenice. Me paro decidido. Saco un cigarro. Camino a la puerta y salgo. Voy a la casa de ese idiota y toco. ¡TOC TOC TOC! Abre el tal Franco.

—¡La concha de tu madre! ¡Sos el pendejo más pendejo que he conocido en Colombia! Y fui futbolista. No volvás a tocar nunca mi puerta con esa amabilidad insulsa de Colombiano que necesita afecto. Encerráte. Masturbáte viendo a Amparo Grisales, saludá al portero al entrar y al salir del Edificio, echále agua a las flores de otro vecino maricón, ofrecéle velas a tu abuela, pendejo, pero nunca, nunca más volvás a tocar mi puerta. Por culpa tuya se fue Berenice. Por tu culpa.

Eché el cigarro al suelo de su casa, lo pisé, descalzo como estaba, para que se impregnara a las baldosas de su casa colombiana y me devolví al apartamento. Pedí otro paquetico al pibe pendejo. Este fin de semana volvería a ver a Berenice. Aunque me tocara aspirar media Colombia.

Todavía oscuro. Toda la noche oscuro. Se oían los pasos vacilantes de la gente. Se oía como tropezaban esos Colombianos pendejos. Todo oscuro. Los pasos enanos del pibe se oían en el corredor mucho más despacio. Seguro estaba asustado el pobre. Voy despacio a la puerta y abro gritando ¡PENDEJO! El brinco fue espectacular. Creo que ha soltado una lágrima el pobre.

—Dame lo que te pedí, pendejo.
—Sssssi señor Sanduchín, acá está.
—Tomá y largáte.

Le doy la plata y cierro la puerta fuerte.

Mmmm, Zuazzzz. Escarbo una Berenice en la oscuridad de mi casa. En mi oscuridad. Tres horas. Nada. Mmmm, Zuazzzz. Tres horas. Nada. La noche del viernes no volvería a ver a mi puta Berenice.

El sábado despierto a las tres. La nariz hecha una mierda. Fumo aún más compulsivamente. No hay luz, así que me como una lata de fríjoles sin calentar. A las seis me baño. Quiero estar listo para Berenice. Cuando la oscuridad, mi oscuridad, lo comienza a llenar todo me siento en el sofá. Hago la línea. Espero un rato, hasta que sea una oscuridad agresiva como la de ayer. El daño parece grave, en Medellín no se va la luz dos días nunca. A mi me da igual, de ahora en adelante no compro más bombillas.

Mmmm, Zuazzzz. Escarbo una Berenice en la oscuridad de mi casa. En mi oscuridad. Tres horas. Nada. Mmmm, Zuazzzz. Tres horas. Nada. La noche del Sábado no volvería a ver a mi puta Berenice.

El domingo despierto desesperado. La nariz aún peor. La bolsita negra está vacía y no hay más plata. Llamo a la tienda. Pido una lata de sardinas. $2500.

—Señor Sanduchín, ya mismo le envío a Jorgito.

El pibe llega rápido, mirando al piso. Dice bajito: “dosmilquinientosdonsanduchín". Yo lo miro con benevolencia. Al menos eso creo yo, pero ya tanto tiempo sin ser amable con nadie me hace muy difícil encontrar en la vitrina de miradas una de buena gente. Miro al pibe tratando de hacerlo sentir cómodo con una sola mirada después de haberle llenado la cara de insultos durante tres o cuatro de sus doce o trece años. El pibe se asusta, no entiende. Yo le paso mis últimos dos mil quinientos pesos colombianos y él los recibe pensando que es el fin de esa situación bizarra en la que el señor Sanduchín no le ha gritado como siempre que es un imbécil.

—Pibe...

El quiere escapar, piensa que lo voy a despellejar.

—Pibe... vení. Te voy a proponer algo.

El sigue tan asustado... En su piel color tórtola se trepa un blanco espectral. El pobre está que se mea. Le toco la cabeza gastándome la amabilidad de diez años completos. Y él está a punto de llorar. Realmente le tengo lástima al pobre. Seguramente, como los demás Colombianos, está mejor si le dijera pendejo imbécil escupiéndole como siempre.
—¿Pibe, ves ese trofeo allá en la cómoda?

Silencio, mirada al piso.

—¡PENDEJO IMBÉCIL! ¿Qué si o ves?
—Sssss —una ese larga, larguísima, y un esbozo de i—. Sssssí, señor.
—Es el trofeo del mayor anotador del torneo de segunda del 86. Una reliquia. Ese trofeo es tuyo pibe. Tuyo.

El cerebro del pobre niño no asimilaba la situación.

—¡Es tuyo cagón! (no pibe ni pendejo). Sólo me tenés que traer otra bolsita negra. Solo una. Traéla y es tuyo. ¿Si lo querés?

Ya comenzaba a entender el pendejo. Yo lo necesitaba. Yo lo necesito. Sus ojos empiezan a cambiar. Un brillo casi imperceptible iluminaba su cara, el intento de lágrimas que casi se le escapan, cierto amago de felicidad había en la cara del pendejo esclavo al que yo le escupía siempre en la cara. Creo que estaba feliz. En diez minutos volvió con la bolsita. Quizá tendría a Berenice también ese Domingo.

Abro la bolsita y me lo meto todo. Todo. Espero. En la misma posición mirando al mismo punto. Miro y miro. Nada. Pura penumbra. De repente, las formas de Berenice aparecen. Sin duda algo de sus caderas. Sin duda Berenice. ¡Qué puta que es Berenice! La felicidad no puede ser mayor, la emoción de verla de nuevo. De tener un instante de felicidad en esta vida miserable en este país miserable. La mujer que puede hacerme olvidar la lesión, todos estos Colombianos imbéciles. Las nalgas que me hacen olvidar la gloria que tuve dos o tres partidos y que he querido trasladar a mi vida entera. La gloria de patear un balón mientras sesenta mil personas te ven. La gloria de esas sesenta mil personas gritando el nombre tuyo a los diecisiete. Esa gloria que no deja vivir. Que sentado en una oficina de contador, de abogado u odontólogo, sin gente diciendo que sos un fenómeno ni alentado con vítores cuando sacás una muela o hacés tu declaración de renta. Las tetas redondas. Los muslos suculentos. Los pensamientos libidinosos. BERENICE. Otra vez Berenice... Pero la felicidad de un futbolista argentino venido a menos, que se mata con Marlboro Rojo, en este maldito país no puede durar más de 2 minutos. No más. Por culpa de los hijueputas (no boludos) colombianos. No puede durar más. Un ruido estruendoso interrumpe mi fantasía. Un timbre agudo, fuerte, me saca de la visión de la puta que me hace feliz. ¡HIJUEPUTA!, grito desesperado. Y no grito ¡LA CONCHA!, grito hijueputa, como un maldito Colombiano más. Grito hijueputa porque ahora soy parte de este país de mierda. Eso es lo que odio.

Tomás Lopera

2 comentarios:

  1. ste hijueputa pirobo maricon argentino del culo vayase para su puto pais o pa la granputa mierda, a spantarle los chulos a su madre gonorrea malparido guevon imbecil el unico IMBECIL es el personaje del cuento, o sino el autor, ke es casi lo mismo, venga pa Colombia y aki lo afinamos maricon pa ke aprenda a respetar oyó...

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  2. Buenísimo comentario, gracias a quienes publicaron el cuento en este espacio. Estoy deacuerdo, maldito personaje, que ama tanto como odia a este país. Maldito también el autor que es capaz de imaginarse a ese argentino de calzoncillo roto.

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