domingo, 25 de febrero de 2007

"Los Hermanos Karamazov", Diálogo entre Iván Karamazov y el diablo.


LIBRO XI
CAPITULO IX
Fiódor Dostoiewski



Al llegar a este punto, creo necesario, aunque no soy médico, dar algunas explicaciones sobre la enfermedad de Iván, Fiodoro­vitch. Digamos ante todo que estaba en vísperas de un grave tras­torno mental: el mal acabó por imponerse a su organismo debilita­do. Aun sin conocer los secretos de la medicina, me atrevo a exponer la hipótesis de que, mediante un extraordinario esfuerzo de voluntad, había conseguido retrasar la explosión del mal, con la esperanza, desde luego, de vencerlo definitivamente. Sabía que es­taba enfermo, pero no quería entregarse a su enfermedad en aque­llos días decisivos en que debía obrar y hablar resueltamente, «jus­tificándose a sus propios ojos». Había visitado al médico traído de Moscú por Catalina Ivanovna. Éste, después de escucharlo y reco­nocerlo, diagnosticó un trastorno cerebral, y no se sorprendió de cierta confesión que el paciente le hizo contra su voluntad.
‑Las alucinaciones ‑dijo el doctor‑ son muy posibles en su estado, pero hay que controlarlas. Además, debe cuidarse mucho. De lo contrario, se agravará.
Pero Iván Fiodorovitch desoyó este prudente consejo. «Toda­vía tengo fuerzas para andar ‑se dijo‑. Cuando caiga, que me cuide quien quiera.»
Dándose cuenta, aunque de un modo vago, de que sufría una alucinación, miraba con obstinada fijeza aquello que estaba en el diván de enfrente. Era un hombre que había aparecido de pronto. Sólo Dios sabía cómo y por dónde había entrado, pues no estaba allí al llegar Iván después de su visita a Smerdiakov. Era un señor, un caballero ruso qui frisait la cinquantaine, de cabello largo y espeso que empezaba a encanecer y barba puntiaguda. Llevaba una cha­queta de color castaño, de buen corte, pero anticuada: hacia tres años que había pasado de moda. La camisa blanca, su largo pañue­lo de seda, y todo en él hacía pensar en el hombre distinguido y ele­gante. Pero la camisa, vista de cerca, no aparecía tan limpia como vista a distancia, y el pañuelo estaba bastante desgastado por el uso. El pantalón a cuadros le sentaba bien, pero era demasiado claro y estrecho, o sea pasado también de moda. Lo mismo podía de­cirse de su sombrero de fieltro, blanco a pesar de la estación. Su aspecto, en fin, era el de un hombre distinguido, pero falto de desenvoltura. Parecía ser uno de aquellos terratenientes que prosperaban en los tiempos de la servidumbre. Entonces, nuestro caballero de­bió de vivir en el gran mundo. Después habría ido perdiendo su fortuna por obra de los despilfarros de la juventud y la suspensión de la servidumbre. Ya pobre, se habría convertido en un simpático parásito al que recibían sus antiguas amistades por su buen carácter y por ser un hombre bien educado, al que se puede reservar un puesto, aunque modesto, en la mesa. Estos parásitos, de carácter atrayente, que saben conversar y jugar a las cartas ‑y a los que molestan los encargos que con frecuencia les hacen‑, son general­mente viudos o solterones. Los viudos pueden tener hijos, que se han educado lejos de ellos, en casa de alguna tía, a la que el parási­to, como si se avergonzara de estar emparentado con ella, no men­ciona nunca cuando está con sus buenas amistades. Poco a poco, el arruinado caballero se va desentendiendo de los hijos, que acaban por escribirle solamente el día de su santo o en las Navidades cartas de felicitación a las que el padre responde a veces.
Aquel inesperado visitante parecía más cortés que bondadoso, un hombre presto a ser amable si así lo exigían las circunstancias. No llevaba reloj, pero si unos lentes de concha sujetos con una cin­to negra. El dedo cordial de su mano derecha ostentaba una sortija de oro macizo con un ópalo barato. Iván Fiodorovitch callaba, evi­dentemente dispuesto a no abrir conversación. El visitante espera­ba, como el parásito que llega a la hora del té a una casa para hacer compañía a su dueño y encuentra a éste pensativo y preocupado. El parásito está dispuesto a entablar una amable charla, pero siempre que sea el dueño de la casa el que la inicie. De pronto, su semblante se ensombreció.
‑Óyeme ‑dijo‑. Perdona, pero quiero recordarte que has ido a casa de Smerdiakov para informarte de la visita de Catalina Ivanovna y lo has marchado sin averiguar nada. Seguramente te has olvidado.
‑¡Ah, sí! ‑exclamó Iván, preocupado‑. Lo olvidé... Pero no importa: lo dejaré todo para mañana.
De pronto, se encaró con el visitante y le dijo, irritado:
‑A propósito: hace un momento me ha inquietado esa idea. Ahora que te veo, comprendo que me la has sugerido tú.
‑No lo creas ‑dijo el caballero, sonriendo amablemente‑. La fe no se puede inculcar a la fuerza. En este terreno, incluso las pruebas materiales son ineficaces. Santo Tomás creyó porque quería creer, y no porque vio a Cristo resucitado. Algo así hacen los espiritistas. Yo les tengo verdadera estimación. Creen hacer un servi­cio a la fe, porque de vez en cuando el diablo les muestra sus cuer­nos. «He aquí una prueba material de la existencia del otro mun­do», se dicen. ¡El otro mundo en estado material!: peregrina idea. En fin de cuentas, esto demostraría la existencia del diablo y no la de Dios. He pensado introducirme en una sociedad idealista para oponerme a sus teorías.
‑Escucha ‑dijo Iván Fiodorovitch, poniéndose en pie‑, me parece que estoy delirando. Di lo que quieras, pues no me importa lo que digas. No me irritarás tanto como la otra vez. Lo único que siento ahora es vergüenza... Voy a pasear por la habitación... A ve­ces, no te veo ni te oigo, pero percibo todo lo que tú quieres decir, pues soy yo el que habla y no tú... No sé si la vez anterior te vi en realidad, o en sueños, por haberme dormido... Voy a ponerme en la cabeza un paño húmedo para ver si desapareces.
Iván buscó un paño a hizo lo que había dicho. Después empezó a pasear.
‑Estoy encantado de que nos tuteemos ‑dijo el visitante.
‑¿Esperabas que te hablara de usted, imbécil? Estoy dispuesto a conversar... El único inconveniente es que me duele la cabeza... Pero no te pongas a filosofar como la otra vez. Si no quieres marcharte, lo menos que puedes hacer es hablar de cosas alegres. Cuéntame chismes, ya que no eres más que un parásito... ¡Tenaz pesadilla!... Pero no te temo. Lograré imponerme a ti. ¡No me en­cerrarán en un manicomio!
‑«¡Parásito!» C'est charmant. En efecto, lo soy. Un parásito de la sociedad... Pero oye: estoy asombrado de oírte. Empiezas a ver en mí un ser real y no un producto de tu imaginación, como afirmabas la última vez.
‑¡Nunca te he considerado como un ser real! ‑exclamó Iván, furioso‑. Eres un fantasma, una visión de mi mente enferma. Pero no sé cómo deshacerme de ti. Ya veo que tendré que soportar­te algún tiempo. Eres una alucinación, la encarnación de una parte de mi ser; la parte más vil de mis pensamientos y mis sentimientos. Si pudiera dedicarte algún tiempo, incluso podrías llegar a intere­sarme a pesar de tu condición.
El caballero replicó, con una sonrisa:
‑Te voy a confundir. Hace un rato, cuando estabas con Alio­cha junto al farol, le has dicho: «¿Cómo sabes que viene a verme? Sólo por él puedes haberte enterado.» Te referías a mí. Por lo tan­to, hablabas de mí como de un ser real.
‑Fue un momento de ofuscación. No puedo creer en ti. Acaso la última vez te vi solamente en sueños.
‑¿Por qué has sido tan duro con Aliocha? Es un muchacho encantador. He cometido alguna torpeza con él por culpa del sta­rets Zósimo.
‑¿Cómo te atreves a hablar de Aliocha, canalla? ‑dijo Iván entre risas.
‑Me insultas alegremente. Buena señal. Desde luego, eres más amable conmigo que la vez anterior. Comprendo el motivo: tu no­ble resolución...
‑No me hables de eso ‑exclamó Iván, indignado.
‑Ya sé, ya sé... C'est noble, cest charmant. Mañana defende­rás a tu hermano; lo sacrificarás. C'est chevaleresque...
‑O te callas o te echo a puntapiés.
‑En cierto modo, eso no me disgustaría, pues procediendo así, demostrarías que ves en mí un ser real, ya que no se dan puntapiés a los fantasmas... ¡Bueno, basta de bromas! Tienes derecho a in­sultarme, pero no estaría de más que me trataras con un poco de cortesía. ¡Que soy un imbécil, que soy un canalla! ¡Qué pala­brotas!
‑Cuando te insulto, me insulto, pues tú eres yo, yo mismo bajo un aspecto diferente. Expresas mis propios pensamientos. Por lo tanto, no puedes decirme nada que yo no sepa.
‑Esta coincidencia mental es un honor para mí ‑dijo el caba­llero.
‑Pero escoges mis peores pensamientos. Eres estúpido y tri­vial. No puedo soportarte. No sé qué hacer ‑dijo finalmente Iván, como hablando consigo mismo.
‑Amigo mío, quiero seguir siendo un caballero y que se me trate como tal ‑dijo el visitante, herido en su amor propio, aun­que con acento bondadoso y conciliador‑. Soy pobre, pero..., no, no puedo decir que sea honrado. Sin embargo, se admite general­mente como un axioma que soy un ángel caído. Confieso que no puedo imaginarme a mí mismo como ángel. Si realmente lo fui, ha pasado ya tanto tiempo, que no es raro que lo haya olvidado. Ac­tualmente, lo único que me preocupa es mi reputación de hombre bien educado. Vivo de la generosidad ajena; por lo tanto, he de procurar ser agradable. Quiero de veras a los hombres. Me han ca­lumniado mucho. Cuando vengo a la tierra, mi vida cobra una apa­riencia de realidad, y esto es una delicia para mí. Lo fantástico me inquieta tanto como a ti. Adoro la realidad terrestre. Aquí todo es concreto. Fórmulas..., geometría... Entre nosotros, en cambio, todo son ecuaciones indeterminadas... Aquí paseo, sueño... sí, me gusta soñar... Y me vuelvo supersticioso. No te rías: la superstición me encanta también. Adopto todas vuestras costumbres. Me com­place ir a los baños públicos y mezclarme con los mercaderes y los popes. Mi sueño es encarnarme definitivamente en algún comerciante obeso y compartir todas sus creencias. Mi mayor anhelo es ir a la iglesia para encender un cirio. Lo haré de todo corazón, pala­bra. Entonces terminarán mis sufrimientos. También admiro vues­tros medicamentos. La primavera pasada hubo una epidemia de vi­ruela. Fui a vacunarme, y no puedes imaginarte la alegría que esto me produjo. Di diez rublos para «nuestros hermanos eslavos»... No me escuchas. Hoy no te sientes bien.
El caballero hizo una pausa.
‑Sé que ayer fuiste a consultar con ese médico famoso. ¿Qué te dijo?
‑¡Imbécil!
‑Ánimo no te falta. Otra vez los insultos. Mi pregunta no ha tenido ninguna segunda intención. Eres muy dueño de no contes­tarla. ¡Ay! Vuelve a torturarme el reuma.
‑¡Imbécil!
‑Tú padeces de reuma. Todavía me acuerdo de los ataques del año pasado.
‑¿Reuma el diablo?
‑¿Por qué no? Me he encarnado y he de sufrir todas las conse­cuencias. Satanas sum et nihil humani a me alienum puto.
‑¿Cómo? Satanas sum et nihil humani... Eso no es una tonte­ría... para haberlo dicho el diablo.
‑Me alegro de haber conseguido al fin tu aprobación en algo.
‑Eso no ha sido cosa mía. Jamás he tenido ese pensamiento. Es extraño...
‑C'est du nouveau, nest ce pas? Esta vez voy a proceder leal­mente y a explicártelo todo. Óyeme. En los sueños, sobre todo en esas pesadillas que proceden de un trastorno gástrico o de otra causa cualquiera, el hombre tiene a veces visiones tan bellas, pre­sencia escenas de la vida tan complicadas, es testigo de una suce­sión tan extraordinaria de acontecimientos y peripecias, de hechos de gran importancia y sucesos vulgares, que ni el mismo León Tols­toi las podría imaginar. Sin embargo, estos sueños los tienen no los grandes escritores, sino las personas corrientes: los funcionarios, los folletinistas, los popes... Un ministro me ha confesado que las mejores ideas acuden a él cuando sueña. Asi ocurre ahora. Estoy diciendo cosas originales, que nunca han pasado por tu imagina­ción y que en este momento capta tu imaginación como a través de una pesadilla. Ten presente que yo soy sólo una alucinación tuya.
‑Estás desvariando. Tú mismo dices que eres un sueño, y pre­tendes convencerme de que existes.
‑Amigo mío, hoy he adoptado un método especial. Ya te lo explicaré... ¿Qué iba a decirte? ¡Ah, sí! Me he enfriado, pero no aquí, sino... allá.
Iván, desesperado, exclamó:
‑¿Allá? ¿Dónde?... Oye, ¿tardarás todavía mucho tiempo en marcharte?
Se sentó de nuevo en el diván y se cogió la cabeza con las ma­nos. Luego se quitó el paño húmedo y lo tiró con ademán des­pectivo.
‑¡Qué mal tienes los nervios! ‑dijo el gentleman, con cierta insolencia, pero en tono amistoso‑. Estás indignado conmigo porque me he enfriado. Pero no lo he podido evitar. Tenia que acudir a una velada diplomática que se celebraba en casa de una gran dama de Petersburgo y a la que habían de asistir ministros vestidos de etiqueta, con guantes y corbata blanca. Pero entonces estaba... muy lejos y, para llegar a la tierra, tenía que cruzar el es­pacio. Desde luego, esto es para mí cuestión de un instante, aunque la luz del sol tarda ocho minutos. Sin embargo, mi levita y mi cha­leco escotado abrigaban poco. Los espíritus no se hielan, pero como yo estoy encarnado... En una palabra, que he obrado a la li­gera. En él espacio, en el éter, en el agua, hace tanto frío, que lla­marle frío es poco. ¡Ciento cincuenta grados bajo cero! Todo el mundo conoce la broma de las lugareñas. Cuando la temperatura es de treinta grados bajo cero, las aldeanas proponen a algún boba­licón que lama un hacha. La lengua se hiela instantáneamente y se deja la piel en el hacha. ¡Eso sólo a treinta grados bajo cero! A ciento cincuenta, bastaría, sin duda, tocar un hacha con un dedo para que éste desapareciera... Claro que para eso sería preciso que hubiera un hacha en el espacio...
‑¿Pero es posible eso? ‑preguntó Iván Fiodorovitch, que lu­chaba con todas sus fuerzas para hacer frente a su delirio y no de­jarse arrastrar a la locura.
‑¿A qué te refieres? ‑dijo el visitante, sorprendido‑. ¿A que haya un hacha en el espacio?
‑Sí, ¿qué le pasaría a ese hacha si estuviera allí? ‑insistió Iván, obstinado y furioso.
‑¡Un hacha en el espacio! Quelle idée! Si estuviera a la dis­tancia debida, creo que empezaría a dar vueltas alrededor del pla­neta como un satélite. Los astrónomos calcularían las horas de su salida y de su puesta, y Gatsouk [L1] la registraría en su alma­naque.
‑¡Eso es una necedad, una tremenda necedad! Di mentiras más ingeniosas o dejaré de escucharte. Quieres vencerme con pro­cedimientos realistas, convenciéndome de que existes. ¡Pero yo no lo creo!
‑Sin embargo, no miento; te estoy diciendo la pura verdad. Por desgracia, la verdad no es casi nunca ingeniosa. Advierto que esperas de mi cosas grandes, tal vez hermosas. Lo siento, pero yo sólo doy lo que puedo dar.
‑¡Basta de filosofías, asno!
‑¿Crees que puedo filosofar teniendo todo el costado derecho casi paralizado por el reuma? He ido a la consulta de la facultad de medicina. Allí hay médicos que dan magníficos diagnósticos y explican perfectamente las enfermedades, pero son incapaces de curar. Un estudiante entusiasta me dijo: «Si se muere, sabrá usted con exactitud cuál es la enfermedad que padece.» Tienen la mania de enviar a los enfermos a los especialistas. «Nosotros nos limita­mos a diagnosticar. Vaya a ver a Fulano y él lo curará.» Ya no se encuentran médicos que traten todas las enfermedades, como los que había antes. Ahora sólo hay especialistas que utilizan la publi­cidad. Si uno está enfermo de la nariz, te envían a un gran espe­cialista de la capital francesa. Éste le examina la nariz y le dice: «Sólo le puedo curar la fosa nasal derecha, pues las fosas nasales izquierdas no entran en mi especialidad. Vaya a Viena, donde hay un especialista de fosas nasales izquierdas.» En vista de ello, he re­currido a los remedios de vieja. Un médico alemán me aconsejó que, después del baño, me frotara con una mezcla de miel y sal. Cuando iba a los baños por puro placer, me embadurnaba. El tra­tamiento fue inútil. Desesperado, escribí al conde Mattei, de Mi­lán, el cual me envió un libro y unas píldoras. ¡Que Dios lo perdo­ne! Al fin, me curé con el extracto de malta de Hoff. Lo compré al azar, tomé frasco y medio, y sané completamente. Por gratitud, decidí hacer público este éxito, pero esto fue harina de otro costal: ningún periódico quería insertar mi escrito. En uno me dijeron: «Esto es demasiado reaccionario. Nadie lo creerá, ya que le diable n'existe point. Publíquelo sin firma.» Pero, ¿qué fuerza puede te­ner un escrito anónimo? Bromeé con los empleados. «En nuestra época ‑dije‑, lo reaccionario es creer en Dios. Yo soy el diablo.» «Desde luego, todo el mundo se cree el diablo, pero lo que us­ted nos propone podría ser un perjuicio para nuestro programa. A menos que usted diera al asunto un tono humorístico.» Pero yo me dije que proceder así sería una indelicadeza. Y mi testimonio no se hizo público. Uno de los mejores sentimientos, el de la gratitud, quedaba anulado por una posición social.
‑Vuelves a caer en la filosofía ‑dijo Iván, indignado.
‑¡Dios me libre! Lo que ocurre es que, a veces, uno no puede menos de quejarse. Se me calumnia. Me estás llamando imbécil a cada momento. Bien se ve que eres joven. Amigo mío, en todo esto no hay más que humor. La naturaleza me ha proporcionado un corazón bondadoso y alegre. « Yo también he escrito vodeviles[L2] ». Yo creo que me tomas por un viejo Klestakov, pero mi destino es mucho más serio. Por una especie de decreto incomprensible, ten­go la misión de negar. Sin embargo, soy bueno a inepto para la ne­gación. Me dicen: «Es preciso que niegues. Sin negación no hay crítica y, ¿qué sería de las revistas sin la crítica? Sólo quedaría de ellas un hosanna. Pero en la vida esto no es suficiente; es necesario que este hosanna pase por el crisol de la duda, etc., etc.» Por otra parte, yo no tengo ninguna responsabilidad en todo esto; yo no he inventado la critica. Fui un simple emisario; se me obligó a hacer crítica, y la vida empezó entonces. Pero yo, que comprendo esta comedia, deseo desaparecer. «No ‑me replican‑; es necesario que vivas, pues sin ti nada existiría. Si todo fuera buen juicio en la tierra, no pasaría nada. Sin tu intervención no se producirían acon­tecimientos, y los acontecimientos son necesarios.» Por eso, aun contra mi voluntad, cumplí mi misión de producir acontecimien­tos, y obedezco la orden de ir contra la razón. La gente toma esta comedia en serio, a pesar de su evidente humorismo. Para la gente es una tragedia. El sufrimiento de esos seres es indudable. En com­pensación, viven una vida real, no imaginaria, pues el sufrimiento es la vida. ¿Qué placer podría ofrecernos la vida si el sufrimien­to no existiera? Parecería un tedéum interminable. Esto es santo, pero tedioso. Yo, en cambio, sufro, pero no vivo. Soy la X de una ecuación desconocida, el espectro de la vida que ha perdido la no­ción de las cosas y olvida hasta su nombre. ¿Te ríes? No, no te ríes, estás enojado, como de costumbre. Siempre te faltará el humor. Pues bien, te lo repito: daría toda mi vida sideral, todos los grados y todos los honores, por encarnar en el alma de un comerciante obeso a ir a encender cirios en las iglesias.
‑Tú tampoco crees en Dios ‑dijo Iván, con una sonrisita de odio.
‑¿Hablas en serio?
‑¡Contesta! ‑exclamó Iván, furioso‑. ¿Existe Dios, o no existe?
‑Ya veo que hablas en serio. Amigo mío, Dios es testigo de que de eso no sé nada. Es todo lo que puedo decirte.
‑¡Tú si que no existes! ¡Eres yo mismo y nada más! ¡Eres una quimera!
‑Reconozco que mi filosofía es la misma que la tuya. Je pense, donc je suis. Pero, respecto a los demás, a esos otros mundos..., a Dios, al mismo Satán, no tengo ninguna prueba. ¿Poseen una exis­tencia propia o son únicamente una emanación de mi ser, una expansión de mi yo, que existe temporalmente como persona?... No sigo, porque veo en lo cara que sientes deseos de pegarme.
‑Será preferible que me cuentes una anécdota.
‑Precisamente tengo una que se ajusta perfectamente al tema de nuestra conversación, pues es más una leyenda que una anécdo­ta. Me reprochas mi incredulidad, pero no soy el único incrédulo. En mi mundo todos están trastornados a causa del progreso de vuestras ciencias. Cuando sólo se habla de átomos, de los cinco sentidos, de los cuatro elementos, la cosa podía pasar. Los átomos ya eran conocidos en la antigüedad. Pero últimamente habéis des­cubierto la molécula química, el protoplasma, y sabe el diablo cuántas cosas más. Al enterarse de todo esto, los nuestros se asus­taron y hubo una verdadera epidemia de chismes y supersticiones. Tuvimos tantos como vosotros o más. Tampoco faltaron las dela­ciones. Y organizamos una sección de investigaciones secretas, en la que eran bien recibidas las informaciones de los particulares. Pues bien, esta leyenda de nuestra época medieval, de la nuestra, no de la vuestra, sólo halla algún crédito entre los comerciantes po­derosos, los nuestros, no los vuestros. Todo lo que existe entre vo­sotros, lo tenemos nosotros también. Te revelo este secreto por amistad, rompiendo una rigurosa prohibición. La leyenda se re­fiere al paraiso. En la tierra había cierto filósofo que lo negaba todo: las leyes, la conciencia, la fe y, esto especialmente, la vida fu­tura. Cuando murió, creyó que se iba a encontrar en las tinieblas de la nada, y he aquí que se vio ante la vida futura. Se asombró y se in­dignó. «Esto va contra mis convicciones», dijo. Y se le condenó por estas palabras... Perdóname, pero te lo cuento como me lo contaron a mi... Se le condenó a recorrer en las tinieblas un cuatrillón de kilómetros (también nosotros medimos por kiló­metros ahora). Y cuando haya acabado este recorrido, las puertas del paraíso se le abrirán y se le perdonará todo.
‑¿Qué tormentos hay en el otro mundo además del «cuatri­llón»? ‑preguntó Iván con una animación extraña.
‑¡No me hables! Antes los había para todos los gustos; ahora se recurre cada vez más al sistema de las torturas morales, al remor­dimiento y otras trivialidades por el estilo. Esto es lo que debemos a vuestra ocurrencia de suavizar las costumbres. ¿Quién se benefi­cia de ello? Sólo los que no tienen conciencia, ya que se rien del re­mordimiento. En cambio, las personas rectas, las que poseen el sentimiento del honor, padecen. Éste es el resultado de esas refor­mas realizadas sin la debida preparación y copiadas de institu­ciones extranjeras. Es un sistema sencillamente lamentable. Era preferible el fuego de antaño. Pues bien, el condenado al «cuatri­llón» mira en todas direcciones y luego se echa en el camino. « Por principio, me niego a andar.» Toma el alma de un ateo ruso esclarecido, mézclala con la del profeta Jonás, que estuvo tres días y tres noches gruñendo en el vientre de una ballena, y obtendrás el tipo de nuestro recalcitrante pensador.
‑¿Sobre qué se echó?
‑Puedes estar seguro de que encontró algo en donde echarse.
‑¡Bien! ‑exclamó Iván, que seguía muy animado y escuchaba con inusitada curiosidad‑. ¿Y estará siempre echado?
‑No. Mil años después, se levantó y echó a andar.
‑¡Qué tonto!
Sonrió nervioso, y quedó pensativo.
‑¿Acaso no es igual estar echado eternamente que recorrer un cuatrillón de kilómetros? En esto se tardaría un billón de años.
‑Tal vez más. Si tuviéramos lápiz y papel, podríamos calcularlo. Terminó su viaje hace ya mucho tiempo. Y aquí empieza la anécdota.
‑¿Pero cómo ha podido llegar? ¿De dónde ha sacado el billón de años?
‑Hablas como si sólo hubiera existido la tierra actual. La tierra se ha reproducido lo menos un millón de veces. Se heló, se agrietó, se disgregó, se descompuso en sus elementos y de nuevo la cubrieron las aguas. Después volvió a ser un cometa, y luego un sol, de donde salió el globo. Este ciclo se ha repetido infinidad de veces del mismo modo, con todos sus detalles. Esto es horriblemente tedioso...
‑Bueno, ¿qué ocurrió cuando el pensador hubo recorrido el cuatrillón de kilómetros?
‑Entró en el paraíso, y apenas habían transcurrido dos segundos, reloj en mano (aunque creo que su reloj se descompondría en sus elementos durante el viaje), exclamó que por aquellos dos segundos se podían recorrer no sólo un cuatrillón de kilómetros, sino un cuatrillón de cuatrillones. En una palabra, que cantó el hosannu y exageró hasta el punto de que los pensadores más austeros le negaron el saludo durante algún tiempo. Se había pasado al conservadurismo con demasiada rapidez. Así es el temperamento ruso. Te repito que esto es una leyenda. Ya ves las ideas que corren sobre esas materias en nuestro país.
‑¡Ya te tengo! ‑exclamó Iván con alegría infantil y como si recobrase de pronto la memoria‑. ¡Esa leyenda del cuatrillón de kilómetros la ideé yo mismo! Entonces tenía diecisiete años y se me ocurrió en el colegio. En Moscú se la conté a un camarada llamado Korovkine. Es una leyenda muy característica. La había olvidado, pero la he recordado inconscientemente. No ha salido de ti. Algo semejante ocurre a los que van al suplicio y a los que sueñan: un aluvión de hechos pasados acude a su memoria. Tú eres sólo un sueño.
‑La violencia de tus negaciones prueba que crees en mi ‑dijo el caballero alegremente.
‑¡De ningún modo! ¡No te concedo ni una centésima de crédito!
‑¿Tampoco una milésima? Las dosis homeopáticas son a veces muy fuertes. Confiesa que me concedes, por los menos, una diezmilésima.
‑¡No! ‑replicó Iván, irritado‑. Sin embargo, quisiera creer en ti.
‑¡Eso es toda una confesión! Como soy generoso, voy a ayudarte. Yo sí que te tengo a ti. Te he contado esta leyenda para desengañarte definitivamente respecto a mí.
‑Mientes. La finalidad de tu aparición ha sido convencerme de tu existencia.
‑Precisamente. Pero las vacilaciones, las inquietudes, la lucha entre la duda y la fe suelen ser tan atormentadoras, que pueden llegar a hacer desear la muerte a un hombre tan escrupuloso como tú. Al saber que crees un poco en mi, te he contado esta leyenda para sumirte definitivamente en la duda. Tengo mis motivos para hacerte oscilar entre la incredulidad y la fe. Es un nuevo método que he adoptado. Te conozco y sé que cuando dejes de creer en mi por completo, empezarás a decir que no soy un sueño, que existo verdaderamente. Entonces habré alcanzado mi objetivo. Un objetivo noble, pues depositaré en ti un minúsculo germen de fe, del que nacerá una encina, una encina tan grande que será tu refugio. Entonces cumplirás tu vivo y secreto deseo de ser un anacoreta. Y vivirás en el desierto y te dedicarás de lleno a la salvación de tu alma.
‑¿Tú interesarte por mi salvación, miserable?
‑Hay que hacer alguna buena obra de vez en cuando. ¿Acaso te molesta?
‑¡Eres un bufón! ¿Pretendes hacerme creer que has tentado alguna vez a los que oran diecisiete años en el desierto, se alimentan de saltamontes y se cubren de musgo?
‑No he hecho otra cosa en mi vida. Uno se olvida de todo cuando se encuentra ante una de esas almas que son verdaderos tesoros, estrellas que valen por constelaciones enteras. También nosotros tenemos nuestra aritmética. Triunfar en estos casos es una gran victoria. Aunque no lo creas, algunos de esos solitarios te aventajan en intelecto. Pueden contemplar simultáneamente tales abismos de fe y de duda, que están a punto de sucumbir.
‑Pero tenías que retirarte con un palmo de narices.
‑Amigo mío ‑replicó sentenciosamente el visitante‑, más vale tener las narices largas que no tener nariz. Así lo decía recientemente un marqués enfermo (sin duda, estaba en manos de un especialista) al confesarse con un padre jesuita. Yo presencié la confesión. Fue muy divertido. «Devuélveme la nariz», decía el marqués, golpeándose el pecho. «Hijo mío ‑repuso el padre‑, todo está regulado por los decretos insondables de la providencia. Un mal visible conduce a veces a un bien oculto. Un destino cruel lo ha privado de su nariz, pero esto supone para usted la ventaja de que nadie podrá decirle que tiene la nariz demasiado larga.» El marqués repuso, desesperado: « ¡Eso no es un consuelo, padre mío! Por el contrario, me encantaría tener las narices largas, con tal que no me faltasen.» El padre suspiró y dijo: «Hijo mío, no se pueden pedir todos los bienes a la vez. Ha murmurado de la providencia, y ella, ni aun así lo ha abandonado, pues si usted desea, como acaba de decir, tener una nariz larga, su deseo se ha cumplido indirectamente, ya que, por el hecho mismo de carecer de nariz, tiene largas las narices...»
‑¡Eso es una estúpida incongruencia! ‑exclamó Iván.
‑Amigo mío, sólo pretendía hacerte reir. Te aseguro que ésta es la casuística de los jesuitas y que todo lo que te he contado es verdad. El caso, como te he dicho, es reciente, y me causó muchas preocupaciones. Ya en su casa, el desgraciado marqués estuvo toda la noche torturándose el cerebro, y yo no te abandoné hasta el último instante... Los confesionarios de los jesuitas son para mí una grata distracción en los momentos de pesar. He aquí una anécdota de estos últimos días. Una joven normanda, rubia, de veinte años, se presenta a un viejo padre para confesarse. La muchacha es una belleza y tiene un cuerpo magnífico. Se arrodilla, y, a través del enrejado, confiesa su pecado en voz baja. El padre exclama: «¿Cómo has podido volver a caer, hija mía? ¡Y con otro, Virgen santa! ¿Hasta cuándo va a durar esto? ¿No te da vergüenza?» Y la pecadora responde entre lágrimas: «Ah, mon pére, ça lui a fait tant de plaisir et a moi si peu de peine!» Analiza esta respuesta. Es un grito de la naturaleza y vale más que la inocencia más pura. Le dio la absolución, y ya me disponía a marcharme, cuando oí que citaba a la joven para aquella misma noche. Cualquiera que fuese su resistencia al pecado, el viejo había cedido a la tentación. La naturaleza, la verdad, se vengaron. ¿Por qué pones esa cara? ¿Todavía estás enojado? No sé qué hacer para serte agradable.
‑Déjame. Me obsesionas como una pesadilla ‑exclamó Iván vencido por su alucinación‑. Me aburres y me atormentas. Daría cualquier cosa por poder alejarte de mi.
‑Ten calma ‑dijo el caballero, con acento cautivador‑. Modera tus exigencias, no me pidas nada grande ni hermoso, y verás como llegamos a ser buenos amigos. Sin duda, te molesta que me haya presentado a ti como lo he hecho: no he aparecido envuelto en una luz roja, entre truenos y relámpagos, y con unas alas de color de fuego, sino modestamente vestido. Esto ha sido una ofensa, primero para tus gustos estéticos y después para tu orgullo. ¡Un gran hombre como tú recibir la visita de un diablo tan vulgar! Posees esa fibra romántica que ha ridiculizado Bielinski. ¡Qué le vamos a hacer! Hace un momento, viniendo hacia aquí, se me ha ocurrido, por puro pasatiempo, presentarme bajo la apariencia de un consejero de estado retirado. Me proponía lucir las condecoraciones de las órdenes del León y del Sol en vez de las medallas de la estrella Polar o de Sirio! Continuamente me estás llamando tonto. Desde luego, no pretendo tener tu inteligencia. Mefistófeles, al aparecerse a Fausto, afirma que desea el mal y sólo hace el bien. A mí me ocurre lo contrario. Yo soy tal vez el único ser en el mundo que ama la verdad y desea sinceramente el bien. Yo estaba presente cuando el Verbo crucificado subió al cielo, llevándose el alma del buen ladrón. Oí las aclamaciones gozosas de los querubines que cantaban el hosanna y los himnos de los serafines que hacían temblar el universo. Pues bien; te juro por lo más sagrado que de buena gana me habría unido a los coros y gritado «Hosanna!» Poco faltó para que lo hiciera. Ya sabes que soy muy sensible, a impresionable desde el punto de vista estético. Pero el buen sentido, que es la más desdichada de mis cualidades, me contuvo, y no aproveché el momento propicio. Y es que pensé qué sucedería si yo cantaba el hosanna. Todo se extinguiría en el mundo; nunca volvería a pasar nada. He aquí como los deberes de mi cargo y mi posición social me obligaron a rechazar un noble impulso y a continuar sumergido en la infamia. Otros se atribuyen todo el honor del bien; a mí sólo me dejan la infamia. Pero no envidio el honor de vivir a expensas del prójimo. No soy ambicioso. ¿Por qué he de ser yo la única criatura condenada a recibir las maldiciones de las personas honorables a incluso sus puntapiés, ya que, al haberme encarnado, he de sufrir reveses de esta índole? En esto hay un misterio. Nadie me lo quiere revelar por temor a que entone el hosanna, lo que motivaría que las indispensables imperfecciones desaparecieran. Esto significaría el fin de todo, incluso de los periódicos y revistas, que se quedarían sin abonados. Sé perfectamente que al fin me reconciliaré, recorreré el cuatrillón de kilómetros y se me revelará el secreto. Pero, entre tanto, cumplo, gruñendo y contra mi voluntad, mi misión de perder a miles de hombres para salvar a uno solo. Por ejemplo, ¡cuántas almas fue necesario perder y cuántas reputaciones hubo que manchar para obtener aquel hombre justo que se llamó Job y que utilizaron tan malignamente para atraparme, hace ya mucho tiempo! Hasta que se me revele el secreto, sólo habrá para mí dos verdades: la de allá lejos, la luz, que ignoro por completo, y la mía. Ya veremos cuál es la más pura... ¿Te has dormido?
‑No ‑gimió Iván‑. Estoy pensando que todo lo malo que hay en mí, todo lo que hace ya mucho tiempo digerí y eliminé como un excremento, tú me lo presentas como una novedad.
‑Entonces, he fracasado. Pretendía cautivarte con mi elocuen­cia. Lo del hosanna en el cielo no está del todo mal. ¿Y qué me di­ces de mi sarcasmo a lo Heine?
‑Yo no he tenido jamás espíritu de lacayo. No comprendo cómo ha podido producir mi alma un ser tan vil como tú.
‑Amigo mío, conozco a un simpático joven ruso, amante de la literatura y el arte, que ha escrito un prometedor poema titulado El Gran Inquisidor. A ese joven me dirigía.
‑¡Te prohíbo que hables de El Gran Inquisidor! ‑exclamó Iván, rojo de vergüenza.
‑Y el cataclismo geológico... ¿Te acuerdas?
‑¡Calla o te mato!
‑No, no me mates antes de que te explique algunas cosas. Pre­cisamente he venido para procurarme este placer. ¡Oh, cómo me seducen los sueños de mis amigos jóvenes, fogosos, sedientos de vida! La primavera pasada, cuando te disponías a venir aquí, de­cías: «Allí viven hombres nuevos que lo quieren destruir todo y vol­ver a la antropofagia. Esos necios no me han consultado. A mi juicio, lo único que hay que destruir es la idea de Dios en la mente del hombre. Por aquí hay que empezar. ¡Qué ciegos son! ¡No com­prenden nada! Cuando la humanidad entera prefiere el ateismo (yo creo que esta era llegará a su debido tiempo, lo mismo que fueron llegando las épocas geológicas), desaparecerá, sin que haya que pa­sar por la antropofagia, la antigua concepción del mundo y, sobre todo, la antigua moral. Los hombres se unirán para extraer de la vida todos los goces posibles, pero sólo goces de este mundo. El es­píritu humano se elevará hasta alcanzar un orgullo titánico: será como una humanidad divinizada. El triunfo continuo y grandioso y de la naturaleza, mediante la ciencia y la energía, constituirá para el hombre una alegría tan incesante a intensa, que sustituirá sobra­damente en él a las alegrías del cielo. Todos sabrán que son perece­deros sin esperanza de resurrección, y se resignarán a morir, con se­reno orgullo, como dioses. Por dignidad, se abstendrían de mur­murar de la brevedad de la vida y amarán al prójimo desinteresada­mente. El amor sólo proporcionará una satisfacción limitada, pero el mismo sentimiento de su limitación reforzará su intensidad, tan­to como ahora se debilita al diseminarse en la esperanza de un amor eterno, de ultratumba...» Etc., etc. ¡Era magnífico!
Iván se había tapado los oídos, miraba al suelo y temblaba de pies a cabeza. El visitante continuó:
‑El joven pensador seguía diciendo: «Pero nos preguntamos si esta época llegará. En caso afirmativo, todo quedará resuelto, y la humanidad se organizará definitivamente. Pero como, dada la ne­cedad inveterada de la especie humana, esto tal vez no se realice hasta dentro de miles de años, todo hombre consciente de la verdad tiene derecho a reglamentar su vida como le plazca, ajustándola a los nuevos principios. Admitido esto, habrá que admitir también que ese hombre tiene derecho a todo. Es más: incluso aunque esta época no haya de llegar nunca, el hombre nuevo, sabiendo que Dios y la inmortalidad no existen, puede convertirse en un hombre­dios, aun en el caso de que sea el único que viva así. Ese hombre podría hacer caso omiso, sin la menor preocupación, de las reglas tradicionales de la moral, esas reglas a las que el ser humano está sujeto como un esclavo. Para Dios no hay leyes. En cualquier parte en que se encuentre, está en su sitio. En cualquier parte donde yo esté, me encontraré en el primer puesto... En una palabra: tengo derecho a todo.» Es un razonamiento encantador. Claro que si uno quiere trampear, ¿para qué necesita la verdad? Pero el ruso con­temporáneo es así: adora de tal modo la verdad, que no se decide a utilizar el engaño como no pueda apoyarse en ella...
Arrastrado por su elocuencia, el visitante levantaba cada vez más la voz y miraba irónicamente a Iván Fiodorovitch. Pero no pudo continuar: Iván cogió de pronto un vaso que había sobre la mesa y se lo arrojó al orador.
‑Ah, mais c'est bête enfin! ‑exclamó éste, levantándose de un salto y secándose las ropas salpicadas de té‑. Sin duda, te has acordado del tintero de Martín Lutero. Pretendes ver en mi un sueño, pero esto no te impide arrojarme un vaso. Es un acto propio de una mujer. Ya me parecía a mi que fingías taparte los oídos y que, en realidad, me estabas escuchando.
En este momento alguien llamó a la ventana insistentemente. Iván Fiodorovitch se levantó.
‑¿Oyes? ‑dijo el visitante‑. Abre. Es tu hermano Aliocha, que viene a darte una noticia inesperada. Créeme.
‑¡Calla, impostor! ‑exclamó Iván‑. Sabía que era Aliocha el que llamaba. No necesitaba que me lo dijeses. Lo presentía, y es natural que traiga alguna noticia: no va a venir por nada.
‑Entonces, ve a abrirle. Es tu hermano y está nevando. Mon­sieur sait‑il le temps qu'il fait? C'est à ne pas mettre un chien dehors...
Seguían llamando. Iván quería correr hacia la ventana, pero seguía paralizado. Hacía grandes esfuerzos para romper las ligaduras que lo inmovilizaban; no lo conseguía. Los golpes en la ventana eran cada vez más fuertes. Al fin, las ligaduras se rompieron a Iván Fiodorovitch quedó en libertad.
Las dos bujias estaban llegando a su fin. El vaso que había arrojado al visitante volvía a estar sobre la mesa. En el diván de en­frente no había nadie. Se oían aún los golpes en la ventana, pero no tan fuertes como antes le habían parecido a Iván. Incluso podían calificarse de discretos.
‑¡No ha sido un sueño! ¡No, no ha sido un sueño! Todo ha su­cedido realmente.
Corrió hacia la ventana y la abrió.
Al ver a su hermano, le gritó, furioso:
‑¿Por qué has venido, Aliocha? ¡Te prohibí que vinieras! Dime en dos palabras qué quieres. En dos palabras, ¿oyes?
‑Smerdiakov se ha ahorcado ‑dijo Aliocha.
‑Ve a la puerta. Voy a abrir.
Y salió corriendo de la habitación.

[L1]Alejandro Gatsouk, editor de periódicos y almanaques.

[L2]Palabras de Mestakov, personaje de El Revisor, de Gogol.

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