sábado, 10 de abril de 2010

La extraña desaparición de Don Elías ( II )



-Buenas tardes, ¿ya lo atendieron?- preguntó una señora, que a juzgar por su aspecto, parecía más la reclusa de una cárcel de mujeres, que la dueña.

-Doña Sofía, el tinto para el señor Elías - dijo un mesero que tenía cara de camello.

Lo busqué con mis ojos y no lo vi. El restaurante olía a café, a penca sábila, a caldo de gallina. Unos cuantos tangos, encarnados en figuras de hombres viejos, tomaban aguardiente en las mesas que daban contra la pared. Un cuadro olvidado y descolorido de la Selección Colombia del 86, un calendario de Pielroja y su modelo angelical. El sagrado corazón de Jesús. La música de una rocola competía con el zumbido del televisor y las noticias de las doce. Un jugador experto de tragamonedas, presionando un botoncito titilante. Calcomanías en el vidrio de una vitrina de bombillo: “Hoy no fío, mañana sí”. “La gasolina levanta aviones y baja calzones”.

Seguí a Doña Sofía con la mirada y vi que dejaba un pocillito humeante de café con dos de azúcar en una mesa del fondo. Un par de piernas con zapatos sin cordones hacía carrizo detrás de una pila de cajas vacías de cerveza. Traté de ver lo que estaba haciendo a través de los espacios entre las cajas; pero debido a que el lugar no estaba bien iluminado, sólo pude ver su cuerpo quieto, un poco inclinado hacia la pared.

“De verdad que es raro este tipo”, pensé. Me acerqué un poco más… y casi me matan del susto:

-Señor, ¿va a almorzar, o qué?

-Ehmm… sí- reaccioné –quiero… el plato del día.

-Aquí sólo hay un plato del día.

-Por eso.

-Hoy es cerdo, lentejas, arroz y ensalada… bla, bla, bla…

Creí que Don Elías me había descubierto, pero continuaba imperturbable, con su cabeza inclinada hacia la pared.

*

“¿Y ahora qué hago?”, me dije. Pensé en regresar, en volver a mi pereza, en dejar de interesarme por un viejo extraño que olía a viejo, y que tomaba tinto en el rincón de una madriguera de borrachos… Pero no me podía mover de ahí. Como si mis piernas fueran un par de burras tercas.

Caí en la cuenta de que me sucedía lo mismo al mirar de cerca a los espejos, que bien pueden ser las pupilas de otro, en donde se ve la imagen repetida hasta el infinito de un hombre que se observa a sí mismo.

-Le dejo el almuerzo en esta mesa- dijo Doña Sofía, a quien miramos Don Elías y yo, con la misma expresión de estúpidos.

-¿A quién estaba espiando?- preguntó ella.

-A nadie- respondimos.

Don Elías me miraba absorto, el ceño fruncido, palpitando; sin entender porqué lo había seguido; comprendiendo que no era una casualidad que yo estuviera ahí. Se incorporó, sentándose derecho, y dándole vueltas al tinto con la cucharita, preguntó:

-¿A qué viene el Comodín? ¿Buscando respuestas?

-Vos como que te alimentás de tinto, ¿no?- le dije, evadiendo su pregunta, sacando una sonrisa de ese rostro desconfiado. Tomé una silla vacía y me senté frente a él.

-Me gusta el café, me mantiene despierto- dijo.

-¿Qué andás haciendo por acá?- pregunté.

-Nada, vine a almorzar. ¡Doña Sofía! Hágame el favor y me sirve un almuerzo. Gracias.

La señora se petrificó.

-¡¿Cómo?!- exclamó, como si hubiera leído en el periódico la asombrosa noticia de que los abogados jamás volverán a robar. –Yo pensé que a usted no le gustaba comer aquí...

-Sírvame lo mismo que a él, pero sin carne.

-Es cerdo.

-Sin carne, le digo. Eso es de marrano y es para marranos.

-¿Entonces qué va a comer?

-Sólo deme lentejas, arroz y ensalada de pepino. Y si tiene aromática, me la trae caliente, por favor.

Doña Sofía alzó los hombros, y volvió a la cocina ahogando una risita.

Me miró en silencio, dándole sorbos al café, como si ya no le inquietara mi presencia, ni que lo hubiera seguido. A veces me daba la absurda impresión de que me hubiera estado esperando, como un teatrero sobreactuado... o experto.

-¿Sabe a raíz de qué reemplazaron a todo el personal del Juzgado?- preguntó.

-No. ¿Por qué?- respondí, intuyendo que me ocultaba algo.

-Porque a un funcionario perdió la vida bajo una montaña de problemas humanos.

-¿Ah sí?- me reí.

-Estábamos organizando todas las carpetas de expedientes, y una pila enorme se le vino encima.

-¿Y… eso qué tiene que ver con el barrido del personal?

-Los demás empleados sembraron chismes muy graves de lo que había sucedido y terminaron culpando al Juez; y él se desquitó en la Oficina de Control Interno para hacerlos echar.

-Pero vos conservaste el cargo, ¿no?

-Sí. No me involucro con nadie, ni con sus problemas.

Nos quedamos en silencio un rato. El viejo me causaba más curiosidad que de costumbre. El mesero con cara de camello le trajo el almuerzo, le secó los cubiertos con su delantal y Don Elías le agradeció.

-No sabía eso- repuse.

-El hombre toma por obvio lo que nunca cuestiona- dijo él, soplando una cucharada caliente- confundimos el brillo del oro con el destello de la pirita.

Yo lo miré, alcé los hombros y me reí:

-No pues, ¡tan sabio que resultó este güevón...! Je, je, je… ¿Quién te creés, Nostradamus, o qué?

Me miró ofendido.

-Y bueno, eh… ¿toda la vida has sido secretario? Cuando empecé, me dio la impresión de que vos eras el Juez. El sombrero, esa ropa, esa barba… Muy chéveres, pues, no te ofendás…

Él negó con la cabeza.

-Ése no es mi propósito.

-¿Pero nunca quisiste ser Juez?- le pregunté.

-Sólo fui Juez un día, y no me gustó esa experiencia.

-¿Y eso? ¿Te hicieron afeitar?

-No. Resulta que había una audiencia programada una mañana, y el Juez de ese entonces no la podía atender. Y como es costumbre en esos casos, los Secretarios nos sentamos en la silla del “Doctor”. Escuché al demandante, y expuso su versión de los hechos con tanta precisión, que le dije: “Usted tiene toda la razón”. Pero la que hacía de Secretaria me dijo: “¡Don Elías! ¡Todavía no decida nada, que no ha escuchado al demandado, Por Dios!”. Entonces escuché al demandado, y me conmoví tanto con sus palabras, que le dije: “Usted tiene toda la razón”. Entonces me regañó la Secretaria frente a todos, me dijo que estaba violando el Debido Proceso, que ésa no era la forma de hacer las cosas, que eso era prevaricato, que daba cárcel, y le dije: “Usted tiene toda la razón”.

Don Elías hablaba despacio, sin parpadear casi. Todo lo que decía me sonaba como a chiste, sólo que sin el tono y el entusiasmo suficientes para hacer reír. No obstante, el timbre grueso y limpio de su voz era un deleite musical.

-¿Cuál es su propósito en la vida?- preguntó.

-¿Mi propósito?- resoplé, cada vez más desconcertado con sus preguntas –Hm… No sé… ¿Ver ganar a la Selección Colombia en un mundial? Y al paso que vamos…

-Pobre alma en pena- se rió.

-¿Y el suyo?- le pregunté.

-Buscar la Verdad- dijo, afirmando con la cabeza.

A mí me arrebató un ataque de carcajadas con todas las vocales. Don Elías hizo una mueca, como diciendo: “aquí no hay nada que hacer”.

-Hombre, pues la “Verdad” es que te dejaron caer cuando eras chiquito…- dije.

El viejo prefirió ignorarme y siguió con su platico de lentejas y arroz, comiendo con la parsimonia de un servidor público.

-Pero explicáme, viejo-Eli, en serio… ja, ja, ja, ¿me estás mamando gallo? ¿La “verdad” de qué?

-¿Usted qué quiere? Termine su almuerzo y déjeme en paz- replicó gravemente.

-Viejo-Eli, no te pongás así…

-Elías, por favor; y si va continuar fastidiándome, le ruego que se vaya.

-¡Que tipo tan pesa’o…! Bueno, bueno… Ya. Me pongo serio. ¡Ja, ja, ja, ja…! no, no, no... En serio. Ya no más, ya no más…

Me miró a los ojos, y se concentró en su agüita aromática.

-Hábleme sobre la verdad- le dije.

-Fuera de charla- insistí.

-¿Y para qué le interesaría conocer la Verdad?- preguntó –Por lo que veo, a usted sólo le importa reírse de ella.

-Te equivocás…- le dije. –Vos subestimás mucho a la gente a tu alrededor, y no tenés idea de quiénes son.

Me lanzó una mirada de sarcasmo, y siguió dándole sorbitos al pocillo.

-Antes de ser dependiente judicial, yo estudié un año de filosofía y letras- continué. –Me gustaba leer, y todavía lo hago. Siempre cargo un librito conmigo. Claro que me importa saber quién soy, qué vengo a hacer aquí; preguntarme por la realidad de las cosas…

-¿Por qué se salió de estudiar, entonces?

-Don Elías… de argumentos no vive el hombre. El “amor por la verdad” no da de comer a nadie.

-¿Y por eso le causa tanta gracia que mencione mi amor por Ella?

-No. No es eso. Bueno, sí. Un año de estudiarla, me sirvió para darme cuenta de que la verdad con V mayúscula no existe.

-Se equivoca…- me dijo, rascándose bajo la barba –Por supuesto que existe, pero no es evidente. No se llega a la Verdad por medio de argumentos, métodos o teorías, como usted cree.

-¿Entonces dónde está?

-Muchacho; en este mundo la Verdad sólo puede aparecer bajo la forma de mentiras.

-Muy bien, contáme esas mentiras- sonreí escéptico.

-¡Ja!- exclamó el viejo, como si le hubiera preguntado a un niño por sus sueños de adulto. -¿Sabe que la Verdad tiene un precio muy alto?

-No. ¿Por qué debería pagar por algo como la Verdad?- respondí.

-La escasez de una cosa aumenta su valor.

Don Elías se bebió lo que quedaba de la aromática, saboreándola como un catador.

-¿Y cuál es el precio a pagar?

-¿Actitud…?- dijo, después de meditarlo unos segundos; como hablando consigo mismo.

-O un amor infinito por ella…- pensé en voz alta, en el mismo tono que él.

-¿No cree más bien que el precio por la Verdad es una disposición permanente a estar equivocado?- preguntó.

Yo lo miré a los ojos.

-¿Y es que usted lo sabe todo, o qué?

-¿Le doy esa impresión?

-Me está dando consejos sobre “la Verdad”.

-¿Le doy esa impresión?

-Carajo, Don Elías, ¿siempre respondés con preguntas?

-¿Le doy esa impresión?- dijo, y lo arrebató una risa infantil.

Yo me reí de su risa y me limpié los labios con la servilleta.

-Ajá, viejo picarón… ¿Ahora te reís a costa mía, no?

-¡Kike!- llamó Don Elías al mesero.

-¿Sí señor?

-Tráigame dos tinticos, me hace el favor.

-Con gusto.

Kike trajo dos pocillitos humeantes más, y se fue con su cara de camello a seguir atendiendo a otros clientes.

-Usted se preguntará qué hago en este lugar. Por qué vengo a parar en un sitio como este. Por qué vengo aquí todos los días; y sobre todo, por qué estoy vestido así.

-¿Fuera de eso sabés leer los pensamientos? Jueputa…

-¡Hágame el favor!- protestó.

-Ya, ya… todo bien. Seguí.

-Si hace un instante me preguntaba dónde estaba La Verdad- continuó -le respondo diciéndole que se encuentra en este preciso lugar.

-Aquí.

-Aquí.

-Ajá…- dije, masticando esa carne dura y aceitosa del cerdo que me intentaba comer. Se me ocurrían mil chistes para molestarlo, pero me quedé callado y escuché.


(Continuará...)


Josef Karolys,

2010

1 comentario:

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