El
Fondo Editorial de la Universidad Eafit publicó hace dos años una recopilación
de los cuentos más destacados del cartagenero Roberto Burgos Cantor, finalista
del Premio Rómulo Gallegos: una voz original, encantadora y discreta de la
narrativa colombiana de los últimos tiempos.
Alguna
vez se le oyó decir al autor que escribir novelas es “salir a una aventura”[1].
En realidad, se podría afirmar lo mismo después de una lectura desprevenida de
este libro de cuentos, en la que uno parece naufragar, de una tapa hasta la
otra, como entre dos orillas, en un mar de poesía, tragedia, reflexiones y son
cubano. Esta selección de Juan Diego Mejía ofrece ficciones capaces de
estimular la sensibilidad emocional e intelectual de los nuevos lectores, ávidos
de experiencias estéticas; y para quienes ya estén familiarizados con algunas
de sus obras (La ceiba de la memoria,
Ese silencio, El patio de los vientos perdidos…) encontrarán una edición con sus
cuentos más famosos, que merece un espacio en sus bibliotecas.
Burgos
Cantor (Cartagena de Indias, 1948) es uno de los escritores colombianos con
trayectorias más definidas en la actualidad. Autor de seis novelas, siete
libros de cuentos, ensayos, poemas y libros infantiles, ha pasado por debajo
del radar de editoriales, críticos y lectores desde que empezó a escribir, a mediados de los sesenta. Abogado y profesor de oficio, escritor por vocación,
ha ganado premios importantes (Casa de las Américas, Jorge Gaitán Durán), ha
sido traducido a varios idiomas, ha influenciado a otros autores, y, sin
embargo, llama la atención el perfil bajo en el que se ha mantenido. La manera
en que se ha desempeñado como escritor denota una prioridad en la creación sincera
y juiciosa de sus obras, por encima de la figuración en medios y en la
farándula literaria. Con un estilo propio y tallado por años, su literatura
oscila en armónicas sinuosidades de monólogos interiores, descripciones
realistas, jerga de calle, poesía y hondas reflexiones puestas en las palabras
sencillas de sus personajes rotos. Ha creado un universo en donde sus historias
se entremezclan, se afectan entre sí, y abrazan la risa y el dolor de la
condición humana como una forma de consolarse y encontrar refugio.
La
unidad temática del libro es el mundo del Caribe, en su más ordinaria cotidianidad.
Una chica de colegio que trabaja con su madre costurera, obsesionada con seguir
los pasos de su padre músico, o el mecánico del barrio –cantante frustrado– que
iba a ver películas religiosamente con un humor de perros al teatro del pueblo,
y que amaneció asesinado en un andén; una chica que se peina y desbarata su
peinado sin cesar frente a su espejo en el aeropuerto, hecha un enigma en sí
misma; un seminarista impresionado por las pulsiones destructivas del hombre,
los últimos días de Alberto Duque, el fallecido crítico de cine… Todos sus
personajes materializan historias extraordinarias desde lo anodino. El libro
deja ver una faceta del Caribe, invisible ante los ojos del turista que va a
pasar vacaciones “a tierra caliente”: la tremenda melancolía, la soledad y el
sentido trágico de los que allá viven, y que alternan en contrapunteos de ron,
trabajo y parranda. Los personajes de Burgos Cantor conviven con la tragedia
bajo un sol tropical, despeinados por la brisa marina, y parecen no tener
problemas en aceptarla como parte de la experiencia humana.
Tres
historias se destacan: La estrella, Yo quería enterrarlo y Yo quiero es cantar. El primero es una
narración en primera persona de Evaristo Márquez, el palenquero que por
cuestiones del azar terminó como actor secundario, interpretando a un esclavo
africano junto a Marlon Brando en Queimada,
la película de Gillo Pontecorvo, rodada en Cartagena en 1969; de la cual afirmó
Brando en su autobiografía que es una evidencia de su mejor actuación[2].
La historia habla desde un Evaristo viejo y sabio, que recuerda y busca
interpretar lo vivido detrás de la máscara del actor:
Yo
no sabía que uno cuando se acerca a su uno se la pasa buscando su forma […]. (p.
62).
Es
el testimonio íntimo de un hombre que desconocía su madera para actuar, que dio
a luz una parte muy compleja de sí mismo que ignoraba por completo, y que le
costó descifrar a través de los años. El texto en primera persona constituye una
búsqueda de la identidad, obstaculizada por la confusión del maquillaje, del
rol escrito en el guion, del caos que sofoca la belleza de “eso que soy, pero
que no alcanzo descubrir”. En un momento, Marlon Brando habla con el personaje
durante los descansos del montaje, y le hace una confesión que luego se volverá
en una pauta para Evaristo: él mismo no sabe quién es, y necesita verse en la
pantalla del cine para tener una idea de ese yo, tan cercano y distante, que se convirtió en el objeto de su
deseo a lo largo de su búsqueda como actor.
Evaristo
nunca ha actuado, pero acepta el consejo de Brando: recurre a la rabia reprimida
de sus ancestros esclavos para brillar ante las cámaras. Es una estrella fugaz:
después de unas pocas películas vuelve a su oficio de jornalero en el palenque
bajo el latigazo del sol de Cartagena, pero hay algo adentro que ha despertado,
que no vuelve a ser lo de antes… Y en la tristeza de sus ojos negros aún se
asoman los destellos del arte que alcanzó a crear con su cuerpo y sus palabras.
Un relato de madurez, que mezcla el sencillo lenguaje hablado con una voz
reflexiva que escarba en las cuencas del interior.
El
segundo es la historia en tercera persona de Julián, un pescador venido a menos
que sale de madrugada con su hijo Horacio a conseguir el sustento de la familia.
El mar parece cobrar vida, personalidad: al principio se muestra cristalino y
tibio, generoso para la pesca, pero luego busca hundir las pocas esperanzas del
protagonista con zarpazos fríos y oscuros. Después de una tormenta que les
vuelca la barca, y con ella, los pocos peces que le arrebataron al mar, el
protagonista habla con palabras cansadas, malditas, como las de Job en el
Antiguo Testamento, entre olas cercadas por tiburones:
Nací
en estas orillas. Es nacer del esfuerzo del parto y la paciencia sin ilusión de
la preñez. Deslizamiento de lagartija por la cansada angostura de mi madre.
Explosión exhausta sin babas. Manantial estéril sin fuente. Pura piedra desde
el nacer […] (p. 118).
En
la historia triunfa el deber, así como la necesidad visceral de cumplir los
sueños que mantienen a flote a su hijo. Pero nunca es fácil, como en toda buena
narración: el antagonismo se alza como una borrasca –interior y exterior–, y
amenaza con matarlo de agotamiento, del cansancio de la vida que “no tiene
médico ni remedio” (p. 123).
Un
nudo indesatable.
El
relato expone a ese personaje arquetípico de Burgos Cantor que prefiere
cortarse las venas en el patio mientras pela un coco, o que se inclina por
lanzarse por la borda hasta desaparecer en las profundidades, y así no alargar
más su derrota; pero incluso fracasa en su intento y termina falleciendo junto
a su hijo, a la deriva en altamar. El joven Horacio luchará contra el desconsuelo,
irá tras la ilusión de ser médico, tras el deber de enterrar a su padre así todo
el cuadro le sugiera que terminará igual que él. Una bella ironía.
El
tercero es el recuento de los acontecimientos de un cantante, a modo de
manifiesto, que, contra viento y marea, aboga por la felicidad que trae el
ejercicio del arte, a pesar de los dolores que este exige como tributo:
El oficio de cantante tiene sus
venenos. Los que vienen del público me importan menos porque la gente es
capricho y lo que hoy no les agrada mañana de pronto sí. Los venenos que emanan
de uno sí son terribles. El peor es la duda. Uno se pregunta si éste sí es el
camino, si los sones tienen algún valor. Si voy bien. Y las respuestas a este y
otros reparos nadie me las puede dar (p.
134).
El
músico pasa inadvertido en sus conciertos de intermedio, con las luces del bar encendidas
mientras descansa la orquesta principal. De esta manera, el autor parece proyectar
su vida como escritor, consciente de que no es el más galardonado, ni
aplaudido, pero que es capaz de armar una fiesta con el lector que se atreva a
enfrentarse a sus páginas, y sorprenderse con un contador de historias que
puede bailar con sus emociones; que puede “tocar en señales morse sobre el
pecho para que se excite o se duerma el corazón” (p. 133).
En
la prosa de Roberto Burgos Cantor se identifica la voz del poeta, de quien ha
vivido, sufrido, leído y pensado suficiente para tejer ese tipo de frases que
uno subraya y anota a un lado de las páginas; a las que uno vuelve en las
relecturas para intentar descifrar su belleza, o para volver a sentir la fuerza
de los gritos que encierran… o simplemente gozar de la lucidez que nos ayuda a
interpretar nuestras historias personales. Apela al cuento: tal vez el género
literario que, a pesar de no ser muy atractivo para el mundo editorial, es el
que más explora la imaginación y reanima a ese niño lector que nunca dejamos de
ser. Precisamente, junto a otra selección –de Octavio Escobar Giraldo–, el
Fondo Editorial de la Universidad Eafit quiere rescatar con este libro a las
figuras del cuento en Colombia, que, si bien no se identifican como “grandes
estrellas”, no dejan de ofrecer su fulgor en las letras del país. Para ello ha
creado la colección Debajo de las
estrellas, lanzada en la Fiesta del Libro y la Cultura 2015.
Esta
nueva edición constituye una oportunidad para sumirse en el sueño vívido y
continuo de la ficción que todos como lectores pedimos a gritos; y de paso,
para quienes no conocen al autor, de acercarse a su obra mediante una selección
acertada de los cuentos más icónicos.
Santiago Hoyos Buitrago
2017
[1] http://www.eluniversal.com.co/cultural/roberto-burgos-cantor-escribir-novelas-es-salir-una-aventura-206722
Sep 24, 2015.
[2] Brando,
Marlon (1994). Brando: Songs My Mother Taught Me. New
York: Random House. p. 364. ISBN 0-679-41013-9.